Los inviernos en Zaragoza eran fríos. El colegio no estaba
demasiado lejos, pero andando tardábamos no sé, tal vez, diez o quince minutos.
Así que mi madre, nos envolvía a mi hermana y a mí en varias capas, como orugas
en un capullo; mi padre nos agarraba las manos enguantadas y nos enfrentábamos
al Moncayo con la boca tapada por una odiosa bufanda de lana que soltaba
pelusas que, como si las barriera el viento, se cobijaban en nuestras bocas.
Pero hasta llegar al momento de pisar la acera con aquellos zapatos
marrones del uniforme, mi hermana se había negado a levantarse de la cama
cuando mamá nos despertó; había prometido, con vocecita infantil y asustada,
que estaba enferma y no podía ir al colegio; había vomitado el desayuno y deshecho
la primera coleta mientras mi madre intentaba terminar la segunda; había
llorado y pataleado.
No sé cómo lo hacía papá, pero aparecía cuando era necesario
imponiendo paz y paciencia con la balanza de su mirada verde y su voz tierna.
Tranquilizaba a mamá que, a esas alturas, estaba a punto de llorar y de gritar
a mi hermana, y la convencía a ella para dejarse conducir al colegio.
Ahora que sabemos que existe la fobia escolar, ahora que los
niños inician el colegio con horarios reducidos, ahora que les ponen pegatinas
de colores que lucen como una
condecoración para infundirles seguridad …, ahora, me asombro de cuánto les ha
costado a psicólogos y educadores comprender. Yo vi hacer su trabajo a mi padre, cuando ellos no existían,
con la mejor herramienta: amor.
Del Paseo María Agustín a la Puerta del Carmen, de aquí a la
calle Bilbao, mi padre inventaba cuentos de una niña muy valiente. A veces me
asomaba, adelantándome a su paso, para ver la cara de mi hermana. Allí estaba, con
su cara vuelta hacia el cielo, mirándole embobada y con una sonrisa que habría
sido imposible que nadie más que papá dibujase. “Mira, mira cómo anda la niña
valiente”, decía cuando mi hermana se decidía a soltarse de su mano. “La niña
valiente va a ser hoy la primera de la clase, o tal vez, mañana; o, a lo mejor,
hoy y mañana, nunca se sabe. La niña valiente es así”.
Confieso que alguna vez sentí una punzada de celos porque mi
hermana acaparaba toda su atención, pero él siempre borraba el rastro del pinchazo
cuando al llegar la puerta de la Compañía de María se agachaba para besarme y
me decía en voz baja: “Un secreto: tú también eres una niña muy valiente, pero
tú ya lo sabes y a tu hermana tenemos que convencerla”.
Mi padre nos acompañó cada mañana al colegio, y nos llevó en coche al
instituto, cada día.
María Jesús Salvatierra
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por leer y comentar. Saludos.