Quiero aclarar que el texto es un ejercicio en el que se pedía un final diferente a la escena de la novela Sábado de Ian McEwan. La situación previa es el asalto a la casa de un importante doctor, Henry Perowne, porque este ha roto el espejo de la moto de Baxter, individuo al que conoce del hospital ya que padece una enfermedad degenerativa muy grave.
Las líneas en cursiva forman parte del texto original.
“…—Ey, Baxter —dice Nigel, y ladea la cabeza hacia Daisy, con una sonrisita.
—No. He cambiado de idea.
—¿Por qué? No seas cabrón.
—¿Por qué no te vistes? —le dice Baxter a Daisy, como si hubiera sido de ella la extraña idea de desnudarse.
Durante un momento ella no se mueve, y todos aguardan.
—No puedo creerlo —dice Nigel—. Después de todo este número.”
Baxter le ha mirado con sombría advertencia: estás aquí por mí. Pero si es una advertencia nadie diría que surte efecto porque Nigel, en lugar de achantarse, mete la mano en el interior de la cazadora, a la altura del corazón, y saca una navaja en apariencia insignificante, hasta que un clic libera el muelle atenazado y la hoja de acero, de más de veinte centímetros, brilla insolente ante la vista de todos. Perowne incluso hubiera dicho que ha vibrado inquieta por actuar.
Theo y Henry intercambian una mirada. Cada minuto que transcurre las cosas empeoran. Lo único bueno hasta el momento ha sido el efecto balsámico de la poesía de Daisy, aunque haya desatado la reacción de Nigel que, bien pensado, más valía conocer antes de atacar. Henry recuerda que esperaba que su hijo bloqueara a Nigel y nota una corriente de hielo que le sacude la espalda.
La tensión que soportan hace mella. Henry no sabe si los intrusos llevan en su casa diez minutos o cuarenta, aunque, piensa, apostaría por una hora larga. Como haciéndose eco de sus pensamientos Rosalind levanta la voz.
—¡Por Dios, cojan lo que quieran y váyanse de una vez!
— La señora tiene razón —apostilla Nigel con tono conciliador, mientras mueve la navaja. Gira el cuerpo hacia Baxter sin quitar la vista de Perowne y Theo—. Cojamos lo que hemos venido a buscar y larguémonos, tío.
Baxter no contesta —Perowne comprende que puede tratarse de una ausencia epiléptica—, posa la mirada en el ventanal, no, más allá, en el cielo donde vuela el helicóptero.
—Venga tío, ¡¿qué puñetas te pasa?! ¿Te ha dejado imbécil la poetisa? –se impacienta Nigel.
Baxter no reacciona.
—Se acabó. Lo haremos a mi manera. No voy a quedarme aquí esperando a la poli. Tú —grita a Grammaticus—, aquí. Quítate el cinturón.
Señala una silla al lado de la chimenea, lo empuja y le ata las manos por detrás del respaldo, mientras sostiene la navaja entre los dientes.
—Baxter ayúdame, vamos, coge a las zorras y átalas espalda contra espalda con... esto.
De un tirón ha arrancado el cordón trenzado de seda que agarra la cortina y, ante el asombro de Perowne, Baxter obedece. Toma conciencia de que el peligro ha aumentado con el cambio de papeles. Mientras las ata, Baxter deja su cuchillo sobre la mesa baja.
Nigel observa a Theo y a Henry. Sorprende la trayectoria que recorren sus miradas hacia la mesa. La posición de los tres hombres forma un triángulo equilátero, los tres están casi a la misma distancia de la mesa, los tres podrían alcanzar el cuchillo.
Nigel percibe una inclinación, un ligero vaivén en el cuerpo de Theo. Y él también decide dar el paso. Justo en ese momento Baxter levanta la cabeza, coge el arma y adopta una postura entre cómica y patética, con las rodillas medio dobladas y el brazo, que sostiene el cuchillo, adelantado como la pose de guardia de florete. Hace un guiño y chasquea la lengua. Perowne se sorprende a sí mismo pensando que prefiere que sea Baxter quien lleve las riendas.
—Tienes razón, Nigel, hemos venido con un propósito pero he cambiado de idea, ya lo he dicho. Quiero que el doctor se ocupe de que me curen. Eso es lo que quiero en realidad. ¿Dijiste que la prueba comienza en marzo? —pregunta dirigiéndose a Perowne.
—Maldito hijoputa. ¡Vine contigo por la pasta! Por la pasta. ¿O es que no lo recuerdas? Qué prueba ni qué niño muerto, joder. ¡Cómo va a curarte este tío! ¿Es cosa de un par de horas? ¿Qué pretendes que tengamos secuestrados a esta gente durante semanas? —Nigel mira furioso a Baxter—. Haz lo que quieras. Yo voy a revisar la casa y a llevarme todo lo que pueda.
—Si te mueves, te pincho —advierte Baxter con voz exageradamente tranquila.
Pero Nigel esta en mejor posición que Baxter, y esto Perowne lo sabe, porque el cerebro le responde, la mano no le tiembla y tiene un objetivo claro: dinero, joyas. Cosas tangibles y concretas, no ilusiones.
Y es entonces, en ese momento, cuando Perowne comprende. El ofendido fue Baxter pero ha sido Nigel, Nige como Baxter lo llama, el que lo ha manipulado, el que lo ha engatusado hasta llevarlo a su casa. Baxter no se habría atrevido. Le habría maldecido a él y a su familia, puede que se hubiera acercado una madrugada a pinchar los neumáticos del coche o que dejase un pájaro muerto delante de la puerta. Pero no, a él no se le habría ocurrido asaltar su hogar por un espejo roto, porque sabe que puede necesitarle. Eso piensa Henry mientras comienza a apiadarse de Baxter y a detestar a Nigel. Lo de Nige es diferente, tiene planes. Quizá quiera poner un taller de coches, o un gimnasio. O tal vez él sea muy optimista, y al tipo lo que le gusta es la violencia como forma de vida,
Nigel engaña, por segunda vez, a Baxter. Le señala la ventana con expresión de asombro. Baxter gira la cabeza en esa dirección y antes de volverse de nuevo, tiene la navaja de Nigel clavada encima del riñón, con bastante probabilidad en la cápsula suprarrenal. Henry sabe que no es mortal ipso facto, pero si dolorosa. Baxter se dobla como un árbol azotado por el rayo, gime, el impulso del doctor Perownw es ayudarle, pero Nigel, blande en sus manos el cuchillo de Baxter y el suyo. Oye las voces de su familia, “No, papá, no”, “Quieto, Henry”. Se detiene en seco. En realidad, lo ha detenido el brillo de los ojos de Nigel. El brillo de quién se sabe vencedor.
—Se acabó —sentencia.
Henry nunca hubiera pensado que los cordones de seda se usarían para atarle de pies y manos, y espalda contra espalda a su hijo. Baxter, en mitad de la alfombra persa que va tiñéndose de sangre, tampoco se libra de las ataduras. Nigel saqueará la casa sin prisa.
Por fin, le oyen bajar las escaleras y ven asomar, con una sonrisa de triunfo, su cara de caballo durante un segundo.
—Llame a una ambulancia o su amigo se desangrará —dice Henry antes de oír el golpe de la puerta al cerrarse.