—Estoy separado desde hace seis meses. —Rebusca en el bolsillo su cartera y saca de esta una foto—. Tengo un hijo. Mira, Conchi y Mario.
—Ajá. Muy guapos los dos. ¿Qué pasó?
—Éramos diferentes, bueno…, en realidad, opuestos. Intuíamos que no sería fácil, pero quisimos intentarlo. Aunque suene cursi, al principio fue maravilloso. Más adelante, los buenos momentos escasearon hasta desaparecer. El globo de la felicidad, ¡pfff!, se deshinchó. De todos modos mereció la pena. Vida personal aparte, soy funcionario de correos, mi jornada transcurre clasificando sobres y paquetes. Aburrido sí pero me desquito porque me deja tiempo libre, así que…
—Eso me gusta
—¿Qué ordene sobres?
—No, no, que valores tu tiempo.
—Ah, sí, claro. Me permite dedicarme a lo que me hace feliz, por ejemplo los amigos. Seríamos un equipo de baloncesto si diéramos la altura, ja, ja, ja. No estábamos en edad de crecer cuando nos juntamos así que formamos un equipo de fútbol reducido.
—Ya veo. Oye, pero entonces no podéis participar en liguillas ni competiciones, ni nada, ¿no?
La voz le recuerda el sonido agudo de una flauta. La observa reclinada contra el respaldo, dando paso a unas manos pálidas y finas de niña bien que asoman por encima de la mesa de viejo café. Dormían sobre el regazo, las ha despertado para nada, se mueven aburridas, desilusionadas.
—No, no podemos. —Él encoge levemente los hombros, aprieta los labios, los abre, suelta un chasquido de contrariedad— .¡Qué le vamos a hacer! Hay cosas peores.
—Ya. Y, ¿qué más haces?
—Desde la separación recojo al peque en el colegio tres tardes a la semana. Lo llevo al parque, compro dos bollos, dos bricks de cacao y merendamos juntos. Luego lo dejo agotarse en el tobogán, la cuerda, los columpios…ya sabes.
—En realidad, no. No tengo hijos y casi no recuerdo nada de cuando fui niña, niña de columpios me refiero. Por el contrario, podría dibujar el plano completo del colegio. No sé si me llevaron al parque pocas veces o es que mi memoria no llega tan atrás. Oye, ni me lo había planteado hasta ahora, qué cosas.
—Yo he jugado mucho en la calle. No había parque donde vivía, pero encontrábamos donde subirnos, por dónde deslizarnos, ja, ja, ja, todo valía. Creo que fuimos los verdaderos inventores de ese deporte, eso de recorrer las ciudades saltando obstáculos.
—Buf, ¡qué pesadilla! El otro día uno de esos locos pasó volando a mi lado, menudo susto. Parkour, se llama parkour. Y espero que no sea deporte, porque menuda tontería, ¿no? Corren, saltan, y ya está.
—Bueno, exige forma física, reflejos.
—Hum.
—Como te decía, tras dejar al chaval me reúno con los amigos a jugar.
—¿Tres veces en semana?
—No, a diario. Rara vez falla alguno. Nos lo tomamos en serio.
—¿Por qué?
—¿Por qué, qué?
—¿Por qué os lo tomáis en serio? Es un juego.
Ha preguntado sin pestañar, le hace pensar en un policía frente al malhechor. Esto no va a ninguna sitio, piensa. Desde que la he visto entrar lo he sabido. Guapa, cosmopolita, seguro que habla inglés como si tal cosa y puede permitirse mirar la cuenta del banco una vez al mes.
—Verás, nos gusta.
La respuesta no ha sido correcta, el gesto de su cara lo certifica.
—A mí me encantan los churros y no los como cada día, engordaría y el colesterol acabaría matándome.
Le obsequia una sonrisa, con toda intención, forzada.
—Hablando de otra cosa, ¿crees que esto está funcionando?
—En absoluto. Aunque no es culpa nuestra. Estos expertos de las agencias de contactos lo son sí, pero en sacarte la pasta. Al final, todo se resume en otra pérdida de tiempo. Menudo asco, cuánto inútil.
El asiento de polipiel suspira suavemente al liberarse de su peso.
—Bueno, no creo que sea tiempo perdido hemos pasado un rato agradable. Al menos por mi parte me ha gustado conocerte —dice él acompañándola en el gesto de incorporarse.
Le tiende la mano y observa el rostro de treinta y cuatro años. El maquillaje no oculta los surcos en la frente, la profundidad de la arruga del entrecejo ni las líneas de marioneta junto a las comisuras de los labios.
—¿Hoy no toca niño? ¿No hay partido?
Le interroga como si la respuesta le interesara, como si fuese a cambiar algo. Él piensa que le ayudará a dar las últimas pinceladas a su retrato y a estampar un signo de “visto” en el formulario de la agencia.
—No toca niño y el fútbol es dentro de una hora. Ya que no vamos a volver a vernos voy a decirte algo…
—Groserías ni una
—Uff, no, por favor. Ja, ja, ja, ¿sabes?, serías una buena defensa en el campo. —Se había sentido estúpido como en el primer día de clase en que reía con ganas, con estrépito, ante cualquier tontería. En realidad, eran los nervios impulsados por la incomodidad y la falta de ubicación en el espacio recién estrenado, lo que exteriorizaba —. Solo decirte que al conocerte he comprendido lo que es el estrés. No te ofendas, no lo digo de mal rollo. Pero es una lástima que una chica como tú ande por la vida obsesionada con el tiempo, con el rendimiento, con alcanzar quién sabe qué remotas metas, a lo peor inútiles.
—Qué sabrás tú de mí.
Desvía la vista a la calle. Ha oscurecido de repente. Observa las cabezas hundidas entre los hombros, agazapadas en los cuellos de los abrigos a resguardo de los dos grados que hielan la tarde. Se prepara poniéndose los guantes. No se había percatado de la mano tendida de él que, harto de esperar el apretón, toma por sorpresa la suya enguantada. Una mano que se acurruca en el nido que le ofrecen y se deja mecer. Entonces, él la ve por primera vez: el estereotipo se ha desmoronado por culpa de una mirada sinceramente tímida que le obliga a pensar en un faro que no vigila sino que alumbra para evitar que choquen contra él.
—Bueno, en fin, puede que mi vida pase por un momento flojo, pero la tuya es demasiado exigente y si continúas con ese afán de independencia y todo lo demás, cuando menos te lo esperes te darás cuenta de que tu oportunidad de navegar la has tirado por la borda y te arrepentirás de no haber disfrutado de la travesía.
—¿Eres poeta? ¿Psicólogo?
—Digamos que buen observador.
—La vida contemplativa no me interesa, por lo que veo a ti sí.
—Te concedo que mi vida en este momento necesita relleno.
Golpea el respaldo de polipiel que se hunde bajo la presión. Actúa como si el respaldo le devolviese el golpe, emite una queja cómica, después se acerca a la boca el puño con fingido gesto de dolor. Escucha la risa de ella que, de pronto, ha llenado el local. Por fin, es ella quién desata una risa solícita en cubrir intimidades.
— Ja, ja, ja. Sí, creo que sí.
—Quédate un rato más, solo por esta vez regálame tu tiempo.
No sabe por qué se lo ha pedido, ha surgido de forma natural igual que la mirada expectante y divertida que sustituye a la melancólica del faro.
Más tarde el móvil le vibra en el bolsillo.
—Me cago en…¡Se me ha pasado la hora del partido! ¿Te parece bonito? Tú, precisamente tú, provocas que llegue tarde.
―No tienes por qué llegar tarde: no vayas. Regálame tiempo de fútbol.
FIN
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