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miércoles, 12 de octubre de 2016
lunes, 4 de julio de 2016
Supervivencia
Sobre el marco de la puerta se leía, “Sue Ann, peluquería para damas”. Ella, apoyada sobre la jamba, mantenía la pierna derecha flexionada, el pie golpeaba el suelo de tablones de madera mientras masticaba chicle y se limaba las uñas. Aún era temprano para tener clientas, las vecinas vendrían a partir de media mañana, una vez terminados sus quehaceres. Hasta entonces comprobaría el aumento del tráfico conforme se acercaba la hora de la apertura de Saers, el nuevo almacén de suministros.
Al otro lado de la calle los hermanos Pots, sentados a la entrada de su barbería, mascaban tabaco. Sue Ann relucía en el hueco sombreado de la puerta. La larga cabellera platino peinada con ondas le caía sobre el rostro. Los hermanos intentaban recordar el nombre de la actriz de similar peinado, mientras valoraban el escote de la chaquetilla rosa en cuyo bolsillo destacaba, impulsado por un abultamiento exclusivamente femenino, Sue Ann bordado en rojo. La chaquetilla cubría el inicio de los muslos, por debajo asomaba, escueta, la falda roja. Ella mantenía las piernas cruzadas apoyada en la puerta con aire despreocupado como si esa actitud fuese lo más normal en un pueblo como aquel.
Sue Ann se enorgullecía de sus piernas de tobillos finos, gemelos prietos, rodillas pequeñas y muslos fuertes; de sus pies con dedos delicados y uñas regulares pintadas del color enérgico de la falda; también de las sandalias que el permitían mostrar todo aquello. Desde el interior le llegó el sonido de la radio, «En cuanto a las temperaturas superarán los treinta y cinco grados centígrados, noventa y cinco grados Fahrenheit...». Eso significaba que las clientas sentirían pereza en apartarse de la sombra del porche y la limonada, y la muerte de unas pocas gallinas. Recordó a su amiga Blanche casada hacía ocho meses con el tipo más soso del pueblo, «Es imposible que tu Bob tenga cerebro en esa cabeza enana». Al principio se rieron juntas del “bobo Bob”, al final Sue Anne no fue invitada a la boda y el negocio de peluquería que empezaron a medias se disolvió. La peluquería se mantuvo cerrada durante el tiempo que se tomaron para arreglar papeles. Sue Anne decidió vender a casa familiar para mudarse a un apartamento de una sola habitación, y con el dinero recaudado se hizo cargo de la hipoteca.
Calculó que habrían pasado más de dos docenas de autos, multiplicó por las cabezas que podrían ir dentro y fantaseó con la posibilidad de instalar su negocio junto al magnífico almacén, justo en la otra punta del pueblo.
Entró en la peluquería, dejó la lima, se miró al espejo, se retocó los labios con carmín rojo, se regaló una luminosa sonrisa. Regresó a la puerta cuando dos señoras doblaban la esquina de la calle. Sus manos, alentadas por la perspectiva de coger un cepillo, perfumarse con champú y sentir los cabellos como una masa moldeable bajo ellas, se ilusionaron como un niño ante un regalo. Escuchó a las señoras pronunciar el nombre de Blanche. Al llegar a su altura alzaron la voz.
— ¿Te has fijado en las uñas de los pies?
— ¿Cómo no hacerlo? Destacan como cerdos en un huerto.
— Siempre me ha parecido de lo más ordinario pintarse las uñas de los pies
— ¿Y a quién no?
Sue Ann hinchó el chicle e hizo explotar una pompa rosada que sobresaltó a la pareja. Las señoras se detuvieron, se miraron, «No merece la pena», dijo una, «No, por supuesto», reconoció la segunda y siguieron su camino.
Sue Anne se atusó el pelo, levantó la barbilla, y continuó con el recuento de vehículos. ¡Caray! ¿Cuántas personas acudirían hoy a ese almacén? Los propietarios habían realizado una fuerte inversión seguros de que el público visitaría el almacén no solo hoy, sino durante todo el año. Todos los años. La radio completaba el parte meteorológico, “...Nos comunican aviso de tormentas intensas al norte de Nebraska”. Aquí no llegarán, hasta la climatología habrán previsto los expertos del almacén, pensó.
Los hermanos Pots seguían mascando tabaco sin quitarle la vista de encima. Habían cruzado miradas. Ella también los vigilaba: los Pots habían recibido cinco clientes y escupido la bola de tabaco dos veces. Le vino a la memoria, como arrastrada por un vendaval, la imagen de la niña que pasaba la cuchilla con parsimonia por el rostro de su padre. Él era demasiado impaciente para hacerlo correctamente. Los cortes se repartían por la cara, y escuálidos regueros rojizos iban a parar al cuello de la camisa con el consiguiente enfado de mamá, hasta que ella se ocupó de él.
Seis vehículos en quince minutos y dos clientes más para los Pots.
Saers había construído el aparcamiento en terrenos cedidos por el Consejo de la Ciudad, aunque se rumoreaba que no era, en verdad, cesión ya que el alcalde se había hecho con acciones de la empresa a muy buen precio. Acabaría por saberse, se dijo, en este pueblo todo se sabe antes o después, pero tras el escándalo aterrizará el olvido, cuestión de tiempo. En realidad, todo es cuestión de tiempo. Vaya, me encantaría dar una vuelta por el almacén, ver el ambiente y comprobar si la gente ha ido a pasear o a gastar su dinero. Si por los vecinos del pueblo fuera dejarían morir ese negocio y cualquier otro con tal de no tocar sus ahorros. Pandilla de ratas.
Sue Anne impulsada por una energía, no del todo positiva, entró en la peluquería, se despojó de la chaquetilla, colocó la falda, remetió la blusa y satisfecha con su aspecto apagó la radio. Sin embargo, aún se miró de nuevo en el espejo ya con la mano en el pomo de la puerta. Se observó con curiosidad como si el reflejo le incitase a un arreglo diferente. Entonces, soltó el corchete de la falda, bajó la cremallera y la dejó caer. Se puso de nuevo la chaquetilla. Mucho mejor.
Desde el vano de la puerta miró a los hermanos Pots. Ambos se levantaron de sus asientos a la vez, con las mandíbulas paralizadas, el tabaco olvidado en algún lugar de la boca. Echó la llave al local y se marchó al almacén.
Durante el camino oyó bocinas, un par de vehículos aminoraron la marcha. En el primero viajaban dos jóvenes, críos que le gritaron si la acercaban a alguna parte. Se podrìa decir que casi la subieron al estribo. Sue Anne tuvo que apartarse de un salto para impedir el atropello. El segundo vehículo era un Chrysler anticuado como su conductor que vestía camisa blanca abotonada hasta el cuello; de los puños, también abrochados, escapaban unas manos huesudas, salpicadas de manchas e incisiones que le recordaron el afeitado de su padre. « ¿Necesitas ayuda, preciosa?», «No gracias», contestó Sue desviando la vista de las manos curtidas. En las octavillas repartidas por Saers se anunciaban piensos para animales, herramientas, equipos de ordeño, recambios para maquinaria... Por esto había tanto granjero suelto por el pueblo...y, bueno...el caso es que ellos también tenían cabello y a más de uno le iría bien un buen repaso.
Sue Ann sorteó vehículos para alcanzar la entrada. Junto a ella distinguió una silueta familiar, un cuerpo de gigante se erguía sobre piernas abiertas en uve, con los brazos cruzados sobre el pecho, culminaba en una cabeza infantil cubierta con gorra marrón en la que “SAERS” aparecía impresa en letras verdes. El asombro apareció en los ojos del hombre al reconocerla. Ella lo encontró grotesco embutido en el uniforme caqui de vigilante que le quedaba demasiado justo, con el estómago que sobresalía por encima del cinturón y esa actitud desafiante ante la puerta de un almacén que no vendía otra cosa que útiles de granja.
—¿Qué tal, Bob?
—Vaya, Sue, no pensé verte por aquí.
Sue Ann se forzó a sonreir.
—Sentía curiosidad. Así que ahora trabajas aquí.
—Eso parece — la sonrisa de Bob tuvo mucho de orgullo.
—Te va bien el uniforme. Aunque te asoma demasiado pelo por debajo de la gorra.
—¿Tú crees?
—Pues sí, sé de lo que hablo, Bob — dijo cambiando el tono de voz a otro suave como un algodón de azúcar.
—Claro, claro —Bob se pasó la mano por el cuello y por encima de las orejas. Sue Ann cambió la expresión amigable por una de burla— ¿Qué ocurre? ¿Por qué te ríes?
—No me rio, Bob. Es la gorra, la has dejado torcida.
Sue Ann se acercó, se aupó sobre las puntas y obligó a Bob a inclinar la cabeza para ajustarle la gorra.
—Te sienta muy bien ese uniforme, Sue. Mucho mejor que a mí este —Sentenció Bob con la vista de pájaro puesta en el escote, sonriendo de esa manera suya que dejaba escapar un sonido tembloroso—. Oye, Sue — carraspeó—, si no estás muy ocupada tal vez podrías repasarme el pelo al terminar el trabajo.
—Sin problema, Bob. Ahora voy a dar una vuelta por el almacén.
Sue Anne regresó al cabo de media hora.
— Bob respecto a lo del pelo, he pensado que será mejor que entres por la puerta de atrás, no quiero que los Pots te vean, ¿comprendes?
Bob asintió con una sonrisa espléndida. Sue Ann, tras caminar unos pasos, se volvió.
—Y hazme un favor Bob, he visto a varios dependientes con el mismo problema, diles que pueden pasar por la peluquería cuando gusten. Aunque esté ocupada siempre les haré hueco por ser amigos tuyos, ¿de acuerdo?
—¡Caray, Sue, desde luego! Muchas gracias.
La sonrisa de Bob se agrandó aún más al deslizar la vista desde la melena a los tobillos de Sue Ann. Mientras, ella pensaba cuánto le cobraría el viejo carpintero por un letrero para la puerta trasera. “Sue Ann, peluquería para hombres”. Y cuánto la imprenta por hacer octavillas que, con seguridad, cualquier chiquillo del pueblo estaría encantado de pillar en los limpiaparabrisas de los coches aparcados ante Saers a cambio de un corte de pelo.
Al otro lado de la calle los hermanos Pots, sentados a la entrada de su barbería, mascaban tabaco. Sue Ann relucía en el hueco sombreado de la puerta. La larga cabellera platino peinada con ondas le caía sobre el rostro. Los hermanos intentaban recordar el nombre de la actriz de similar peinado, mientras valoraban el escote de la chaquetilla rosa en cuyo bolsillo destacaba, impulsado por un abultamiento exclusivamente femenino, Sue Ann bordado en rojo. La chaquetilla cubría el inicio de los muslos, por debajo asomaba, escueta, la falda roja. Ella mantenía las piernas cruzadas apoyada en la puerta con aire despreocupado como si esa actitud fuese lo más normal en un pueblo como aquel.
Sue Ann se enorgullecía de sus piernas de tobillos finos, gemelos prietos, rodillas pequeñas y muslos fuertes; de sus pies con dedos delicados y uñas regulares pintadas del color enérgico de la falda; también de las sandalias que el permitían mostrar todo aquello. Desde el interior le llegó el sonido de la radio, «En cuanto a las temperaturas superarán los treinta y cinco grados centígrados, noventa y cinco grados Fahrenheit...». Eso significaba que las clientas sentirían pereza en apartarse de la sombra del porche y la limonada, y la muerte de unas pocas gallinas. Recordó a su amiga Blanche casada hacía ocho meses con el tipo más soso del pueblo, «Es imposible que tu Bob tenga cerebro en esa cabeza enana». Al principio se rieron juntas del “bobo Bob”, al final Sue Anne no fue invitada a la boda y el negocio de peluquería que empezaron a medias se disolvió. La peluquería se mantuvo cerrada durante el tiempo que se tomaron para arreglar papeles. Sue Anne decidió vender a casa familiar para mudarse a un apartamento de una sola habitación, y con el dinero recaudado se hizo cargo de la hipoteca.
Calculó que habrían pasado más de dos docenas de autos, multiplicó por las cabezas que podrían ir dentro y fantaseó con la posibilidad de instalar su negocio junto al magnífico almacén, justo en la otra punta del pueblo.
Entró en la peluquería, dejó la lima, se miró al espejo, se retocó los labios con carmín rojo, se regaló una luminosa sonrisa. Regresó a la puerta cuando dos señoras doblaban la esquina de la calle. Sus manos, alentadas por la perspectiva de coger un cepillo, perfumarse con champú y sentir los cabellos como una masa moldeable bajo ellas, se ilusionaron como un niño ante un regalo. Escuchó a las señoras pronunciar el nombre de Blanche. Al llegar a su altura alzaron la voz.
— ¿Te has fijado en las uñas de los pies?
— ¿Cómo no hacerlo? Destacan como cerdos en un huerto.
— Siempre me ha parecido de lo más ordinario pintarse las uñas de los pies
— ¿Y a quién no?
Sue Ann hinchó el chicle e hizo explotar una pompa rosada que sobresaltó a la pareja. Las señoras se detuvieron, se miraron, «No merece la pena», dijo una, «No, por supuesto», reconoció la segunda y siguieron su camino.
Sue Anne se atusó el pelo, levantó la barbilla, y continuó con el recuento de vehículos. ¡Caray! ¿Cuántas personas acudirían hoy a ese almacén? Los propietarios habían realizado una fuerte inversión seguros de que el público visitaría el almacén no solo hoy, sino durante todo el año. Todos los años. La radio completaba el parte meteorológico, “...Nos comunican aviso de tormentas intensas al norte de Nebraska”. Aquí no llegarán, hasta la climatología habrán previsto los expertos del almacén, pensó.
Los hermanos Pots seguían mascando tabaco sin quitarle la vista de encima. Habían cruzado miradas. Ella también los vigilaba: los Pots habían recibido cinco clientes y escupido la bola de tabaco dos veces. Le vino a la memoria, como arrastrada por un vendaval, la imagen de la niña que pasaba la cuchilla con parsimonia por el rostro de su padre. Él era demasiado impaciente para hacerlo correctamente. Los cortes se repartían por la cara, y escuálidos regueros rojizos iban a parar al cuello de la camisa con el consiguiente enfado de mamá, hasta que ella se ocupó de él.
Seis vehículos en quince minutos y dos clientes más para los Pots.
Saers había construído el aparcamiento en terrenos cedidos por el Consejo de la Ciudad, aunque se rumoreaba que no era, en verdad, cesión ya que el alcalde se había hecho con acciones de la empresa a muy buen precio. Acabaría por saberse, se dijo, en este pueblo todo se sabe antes o después, pero tras el escándalo aterrizará el olvido, cuestión de tiempo. En realidad, todo es cuestión de tiempo. Vaya, me encantaría dar una vuelta por el almacén, ver el ambiente y comprobar si la gente ha ido a pasear o a gastar su dinero. Si por los vecinos del pueblo fuera dejarían morir ese negocio y cualquier otro con tal de no tocar sus ahorros. Pandilla de ratas.
Sue Anne impulsada por una energía, no del todo positiva, entró en la peluquería, se despojó de la chaquetilla, colocó la falda, remetió la blusa y satisfecha con su aspecto apagó la radio. Sin embargo, aún se miró de nuevo en el espejo ya con la mano en el pomo de la puerta. Se observó con curiosidad como si el reflejo le incitase a un arreglo diferente. Entonces, soltó el corchete de la falda, bajó la cremallera y la dejó caer. Se puso de nuevo la chaquetilla. Mucho mejor.
Desde el vano de la puerta miró a los hermanos Pots. Ambos se levantaron de sus asientos a la vez, con las mandíbulas paralizadas, el tabaco olvidado en algún lugar de la boca. Echó la llave al local y se marchó al almacén.
Durante el camino oyó bocinas, un par de vehículos aminoraron la marcha. En el primero viajaban dos jóvenes, críos que le gritaron si la acercaban a alguna parte. Se podrìa decir que casi la subieron al estribo. Sue Anne tuvo que apartarse de un salto para impedir el atropello. El segundo vehículo era un Chrysler anticuado como su conductor que vestía camisa blanca abotonada hasta el cuello; de los puños, también abrochados, escapaban unas manos huesudas, salpicadas de manchas e incisiones que le recordaron el afeitado de su padre. « ¿Necesitas ayuda, preciosa?», «No gracias», contestó Sue desviando la vista de las manos curtidas. En las octavillas repartidas por Saers se anunciaban piensos para animales, herramientas, equipos de ordeño, recambios para maquinaria... Por esto había tanto granjero suelto por el pueblo...y, bueno...el caso es que ellos también tenían cabello y a más de uno le iría bien un buen repaso.
Sue Ann sorteó vehículos para alcanzar la entrada. Junto a ella distinguió una silueta familiar, un cuerpo de gigante se erguía sobre piernas abiertas en uve, con los brazos cruzados sobre el pecho, culminaba en una cabeza infantil cubierta con gorra marrón en la que “SAERS” aparecía impresa en letras verdes. El asombro apareció en los ojos del hombre al reconocerla. Ella lo encontró grotesco embutido en el uniforme caqui de vigilante que le quedaba demasiado justo, con el estómago que sobresalía por encima del cinturón y esa actitud desafiante ante la puerta de un almacén que no vendía otra cosa que útiles de granja.
—¿Qué tal, Bob?
—Vaya, Sue, no pensé verte por aquí.
Sue Ann se forzó a sonreir.
—Sentía curiosidad. Así que ahora trabajas aquí.
—Eso parece — la sonrisa de Bob tuvo mucho de orgullo.
—Te va bien el uniforme. Aunque te asoma demasiado pelo por debajo de la gorra.
—¿Tú crees?
—Pues sí, sé de lo que hablo, Bob — dijo cambiando el tono de voz a otro suave como un algodón de azúcar.
—Claro, claro —Bob se pasó la mano por el cuello y por encima de las orejas. Sue Ann cambió la expresión amigable por una de burla— ¿Qué ocurre? ¿Por qué te ríes?
—No me rio, Bob. Es la gorra, la has dejado torcida.
Sue Ann se acercó, se aupó sobre las puntas y obligó a Bob a inclinar la cabeza para ajustarle la gorra.
—Te sienta muy bien ese uniforme, Sue. Mucho mejor que a mí este —Sentenció Bob con la vista de pájaro puesta en el escote, sonriendo de esa manera suya que dejaba escapar un sonido tembloroso—. Oye, Sue — carraspeó—, si no estás muy ocupada tal vez podrías repasarme el pelo al terminar el trabajo.
—Sin problema, Bob. Ahora voy a dar una vuelta por el almacén.
Sue Anne regresó al cabo de media hora.
— Bob respecto a lo del pelo, he pensado que será mejor que entres por la puerta de atrás, no quiero que los Pots te vean, ¿comprendes?
Bob asintió con una sonrisa espléndida. Sue Ann, tras caminar unos pasos, se volvió.
—Y hazme un favor Bob, he visto a varios dependientes con el mismo problema, diles que pueden pasar por la peluquería cuando gusten. Aunque esté ocupada siempre les haré hueco por ser amigos tuyos, ¿de acuerdo?
—¡Caray, Sue, desde luego! Muchas gracias.
La sonrisa de Bob se agrandó aún más al deslizar la vista desde la melena a los tobillos de Sue Ann. Mientras, ella pensaba cuánto le cobraría el viejo carpintero por un letrero para la puerta trasera. “Sue Ann, peluquería para hombres”. Y cuánto la imprenta por hacer octavillas que, con seguridad, cualquier chiquillo del pueblo estaría encantado de pillar en los limpiaparabrisas de los coches aparcados ante Saers a cambio de un corte de pelo.
miércoles, 18 de mayo de 2016
martes, 26 de enero de 2016
Zona cero
«Mujer, una
escritora se debe al aprendizaje, a la curiosidad. Total, qué vas a perder.
Envía la dichosa inscripción, va», me he dicho alentada por la perspectiva de
rellenar una tarde en la que, por no haber, no hay ni ganas de escribir.
El Museo de Arte
Contemporáneo Ciudad de Mérida es un edifico cilíndrico de ladrillo naranja
brillante combinado con cemento. Una de esas estructuras que al primer golpe de
vista no sabes si te gustan o desagradan; y a fuerza de tropezar con ellas
acabas por aceptarlas y, en algún momento de entusiasmo, dices que te
convencen. Es de noche cuando llego. Hoy, se asemeja a una tubería descomunal
que ha engullido hasta la última estrella mientras exhala suspiros gélidos.
En el mostrador
del vestíbulo, una pila de cuadernillos con tapas grisáceas espera a los
asistentes. Son una muestra de la obra del poeta Iñaki Irós, fotografiado en la portada en blanco y
negro. Indecisa, me dirijo hacia un vano tenuemente iluminado. No oigo
murmullos. Me sobresalta la idea de que sean los aseos, los de caballero. Como
un perdiguero olisqueo antes de decidirme a traspasar el umbral. Es lo que
tienen los edificios pijos, empiezan por borrar cualquier huella de vulgaridad
y acaban por no mostrar a las claras dónde tienes que mear. Me tranquilizo al
ver a la madre del librero al que suelo acudir. Está en el pasillo de la sala con
más cuadernillos tristes. Nos sonreímos, con cierta hipocresía por mi parte, la
verdad. Me vendió un bodrio la última vez que nos vimos, ella lo habrá olvidado;
yo, lo tengo presente. Aunque la culpa no fue del todo suya, le pregunté por el
libro que sostenía y contestó: «Se
está vendiendo bien». Esto habría resultado sospechoso para cualquiera, pero yo
obvié la respuesta: cuando se trata de comprar libros no atiendo a razones, me
convierto en un King Kong que anhela el frágil cuerpo de hojas encuadernadas
hechizado ante una portada, un título o el autor. En esa ocasión fue el título,
“El amor y otros estúpidos sentimientos”.
La sala es
reducida y el número de aficionados a la poesía, exiguo. Me siento en una
butaca cerca de la puerta por si tengo que huir ante una avalancha de
sentimentalismo.
Hojeo los
poemas. Caray, estos versos son peligrosos; excavan en mi particular Zona cero, la que oculto bajo toneladas
de vivencias-basura acumuladas a lo
largo de los años.
Los poemas me
gustan; y aún más al escucharlos en la voz sin aristas del autor.
Nacido en San
Sebastián en el cincuenta y nueve y huérfano de padre siendo niño, confiesa,
con voz herida por la emoción: «He comprendido que su falta fue el detonante
para empezar a leer y escribir en el sentido más literario de la palabra».
Siempre la infancia, el duende escondido que salta a tu paso cuando menos lo
esperas.
Sus poemas son
humildes y sinceros, sin artificios, con la pureza única de la honradez de
sentimientos. Unos de amor, tristes o alegres; otros, revelan, con un tanto de
comprensión y otro tanto de hartazgo, su visión de la vida. La mujer es el
astro; la lluvia, los árboles y el Cantábrico, sus planetas.
Yo viví en San
Sebastián dos años. Sonrío al pensar que tal vez nos cruzásemos en alguna calle
y ahora nos reencontramos aquí. Aunque sería difícil que nos hubiésemos
conocido. Entonces andaba por los doce y a esa edad nada de cine, ni de salidas
en pandilla. Sin embargo, ahora que lo pienso, mi amiga Lourdes tenía un primo. El chaval se reunía con nosotras en
un parque, allí jugábamos y nos cobijábamos de la lluvia bajo un sauce. ¿Cómo
se llamaba aquel chico?, ¿Iñaki? No, me ha venido a la cabeza porque tengo al
poeta delante, pero no. Ya empiezo con las fantasías. No hay forma de sujetar
mi imaginación.
El árbol se
convertía en paraguas hasta el momento en que caía sobre alguno de nosotros la
primera gota. Adivinar el instante en que caería la siguiente, gritar «¡Ahora!»
y esperar otra, y otra más, hasta que las hojas del sauce lloraban tanto que
llovía menos fuera que dentro, era nuestra mayor diversión. Sí, lo recuerdo con
nitidez, hasta el olor húmedo de la ropa y los pasos apresurados de los transeúntes
recuerdo.
El chico llegaba
algunas tardes vestido con pantalón negro y camisa blanca, tan formal para su
edad, que un día le pregunté a Lourdes sobre ello. «Trabaja de camarero porque
mi tío se ha muerto de repente y les hace falta dinero en casa, pero tú no le
hables de eso que se pone muy triste», me advirtió.
El poeta ha
terminado la lectura, con mis ensoñaciones me he perdido los últimos versos. No
importa, ya tenía decidido comprar el libro.
Los asistentes
formulan preguntas insulsas: «¿Cómo se hace poesía?» «¿Usted en qué se
inspira?» «¿Hasta qué punto lo que escribes es tu propio reflejo?». Le obligan
a repetir la respuesta, casi idéntica. «Las emociones se revelan de una sola
forma, desnudándose», resume. No hay otro broche para la velada, antes de
escuchar la siguiente cuestión me levanto y me voy. Me gustaría que él hiciera
lo mismo. «Lo siento, señores, no se me puede escapar esa mujer que acaba de
salir», podría decir. Oiría pasos rápidos detrás de mí.
—Espere un
momento, perdone, la he visto en la sala y no sé por qué me resulta familiar.
¿Nos conocemos?
—Viví en San
Sebastián a mediados de los setenta. Jugaba con mi amiga Lourdes y su primo en
un parque con un sauce —contestaría yo.
—Cuénteme más
—diría él.
—Una tarde,
Lourdes no vino a jugar, pero su primo, sí. Al llegar la hora de volver a casa,
él me acompañó. Llovía. En el portal se acercó mucho, no supe por qué hasta que
noté sus labios y su lengua, sobre mis dientes. Le empujé y corrí al ascensor.
Antes de entrar me giré, vi sus palmas pegadas al cristal del portón y en su
cara, una súplica, «No te vayas». Pero abrí la puerta y apreté el botón del
piso doce, a pesar de vivir en el diez. Poco tiempo después, me mudé con mi
familia a otra ciudad. Comprendí que aquel había sido mi primer amor, ese que
añoramos…
Yo habría bajado
la cabeza y al levantarla vería sus ojos acuosos y brillantes, y tristes y
alegres al tiempo. Él carraspearía incómodo antes de despedirse.
En casa nadie me
espera. Arranco el ordenador abandonado para acudir a la velada poética. Tengo
una novela por escribir, un gran proyecto que llenará mi vida durante unos
meses junto con la música y el trabajo que cancela las facturas.
En pijama y
zapatillas abro una botella de Madre del Agua y me sirvo una copa antes de
retomar mi historia, la de ficción.
Escribo para no
enfrentarme a un pensamiento que se mece en mi cabeza. Sé que es inútil,
sucumbiré a la curiosidad.
Tres copas de
vino más tarde, tecleo en la barra del navegador “Iñaki Irós”. Su biografía
aparece en Wikipedia: “Con catorce años trabaja en un bar para compensar la falta
de recursos económicos tras fallecer su padre. […] Los poemas iniciales,
dedicados a un primer amor, datan de 1975. Diez años más tarde destruye esta
producción a modo de catarsis, de un antes y un después en su trayectoria como
escritor y como persona…”
Copa en mano, me
recuesto en el sofá. En cuanto me separo de la pantalla del ordenador, surgen
las lágrimas. «¿A quién se le ocurre acudir a una velada de poesía y beberse media
botella de vino a continuación, imbécil?».
Se rinden los
párpados bajo el acoso del alcohol, mejor.
¿Es el timbre?
No espero a nadie, ¿o sí? No puede ser él. Aunque, bien pensado, en la
inscripción que envié constaba mi dirección. Sería posible dar conmigo. Los
organizadores conocerían a los asistentes, a los asiduos, y no a mí. A mí me
conocía la madre del librero, eso, la madre del librero.
Me levanto con
un respingo, me suelto la coleta y ahueco la melena. Mi aspecto con este pijama
viejo y las zapatillas grandes como raquetas de tenis —qué ha pasado con la
numeración, porqué ahora las tallas son M o L—, es patético. Pero no voy a
hacerle esperar ni un segundo más.
—Perdona que te
moleste, pero se han presentado unos colegas de improviso y no tengo birra,
¿puedes prestarme algún botellín, vecina?
—No bebo cerveza
—contesto cerrando la puerta antes de terminar la frase.
Ahora contará a
sus amigos lo siesa que soy y que, en realidad, no esperaba otra cosa de mí.
Niñata.
Marusela Talbé
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GERUNDEANDO
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Por César Sánchez