Había un chisporroteo al otro lado del cristal, púas transparentes que se derretían en ríos de agua. Había un bosque naranja deshojado en el suelo y una luz lejana al inicio del camino que conducía a la casona. Había un perro que dormitaba guarecido bajo el alero de la puerta principal que no ladró, ni anunció la llegada de la desconocida.
Ángela, recién acostada en la cama de acompañante del dormitorio de la anciana, escuchó el golpe del aldabón. Las zapatillas cubrieron la transparencia de los pies, los pantalones del pijama de fieltro se metieron dentro. Antes de que pudiera erguirse y colarse la bata llamaron de nuevo. La anciana se revolvió en la cama. Ángela se acercó, le susurró palabras tranquilizadoras y salió del cuarto. Dejó atrás el pasillo, el vestíbulo que dividía en dos la planta baja, la cocina a la izquierda, el tenebroso despacho del juez a la derecha. Se acercó a la galería que sobresalía en la fachada oeste. Desde allí pudo ver la silueta embozada en una capa oscura y encapuchada. La vio levantar la mano dispuesta a golpear de nuevo y dejarla en suspenso en el aire. La mujer se volvió hacia ella, al verla avanzó hacia la cristalera. La lluvia convertía los rostros, el suyo el de la intrusa, en licuadas calaveras.
__¡Váyase! __gritó convencida de que la oiría aun con el martilleo de la lluvia__ ¡Fuera de aquí!
__Usted me conoce, la vieja me conoce y el juez me conocía __dijo la embozada__. Sabe quién soy. Abra, no busco venganza, solo quiero hablar con el juez __insistió.
__El juez murió hace unos meses.
__No. Lo vi ayer en el pueblo con los que jugaban a cartas en el casino.
Ángela sintió el latiguillo escalofriante discurrir por la columna y asentarse entre los hombros. Abrazó su cuerpo de lado a lado, frunció tristemente los labios.
__Está muerta, por eso lo vio __dijo antes de separarse del cristal apenas visible.