Tenía diez
años cuando nació Cristina, hija de su tío y padrino, Titi. Titi se casó tardío
y la niña llegó, inesperada, cinco años después. Entretanto se había desvivido
por ella, por la ahijada que le convertía en visitante asiduo del hogar de la
hermana y del cuñado, en compañero de paseo por los Jardines del Alcázar, en
constructor de castillos de arena en la playa de Sanlúcar.
En
apariencia las cosas no cambiaron demasiado al nacer Cristina, solo que
entonces las visitas tomaron el sentido contrario: era ella con sus padres
quienes agasajaban a la pequeña de inmensos ojos verdes heredados de la nórdica
belleza de Nora, su madre. Titi no dejó de ir a buscarla cada sábado. Ella jugaba
con Cristina hasta donde lo permitía su diferencia de edad. Envidiaba
secretamente algunos de sus juguetes. Como aquella caja de música con espejito y
bailarina multiplicada en su reflejo que se incorporaba nada más levantar la
tapa y giraba. Ella apreciaba el milagro, Cristina, no, qué desperdicio. Titi no
dejó de llevarla al Alcázar, si bien ya no paseaba con ella porque sostenía los
pasos vacilantes de Cristina. Ni de invitarla a restaurantes y hoteles cuando
Cristina tuvo edad para ir. No dejó de hacerle regalos. Titi seguía
comportándose como siempre, solo que Cristina estaba allí.
Unos
años después, ella dejó su ciudad debido al trabajo paterno. Un trabajo
detenido feliz y puntualmente cada agosto, lo cual permitía el reencuentro en
Sanlúcar. Allí, Titi volvía a centrarse en ella que, ya adolescente y huraña,
bajaba a la playa a bañarse a primera hora. Titi la observaba desde la terraza.
Nadaba para él, se zambullía una vez y otra para él a pesar del agua fría y el
sol a medio encender. La playa, desierta, les pertenecía.
A mitad
de mañana, los hombres organizaban una partida de Continental bajo el toldo
alrededor de una mesita plegable. Las mujeres tomaban el sol. Ella se encajaba entre
las sillas de los jugadores. Buscaba la sombra, el silencio, y concentrarse en
la lectura del momento cerca de Titi que levantaba la vista de las cartas cada
poco, la miraba y sonreía. «La más inteligente de la
familia, ¿cómo estás, preciosa?». Ese “preciosa” centelleaba en la
voz de Titi que hacía sonar la ce como ese.
En el
horizonte, resistían los gritos de Nora: «¡Sal ya!¡Que
salgas, Tina!». Cristina, harta del puñado de
indicaciones que le llovían, se hacía la sorda. Y la voz punzante de Nora se
dirigía a los jugadores para hacer blanco en Titi, «La niña
no me hace caso. Ya es la una, tiene que comer». Titi se
levantaba, volvía con Cristina. De reojo, ella vigilaba los movimientos de Nora
y Cristina mientras recogían; contaba aquellos minutos eternos. Después, Titi y
ella se alejaban hacia la zona menos concurrida. A Titi le gustaba nadar, ella
no podía seguir su brazada larga, aguardaba en la orilla. La mayoría de los
días subía con él al apartamento. Comían en la terraza. Siempre, en algún
momento, ella se acercaba a la baranda, imaginaba cómo la vio él esa mañana, ideaba
piruetas para ofrecerle al día siguiente. Después de comer, Nora se llevaba a
Cristina a dormir la siesta, Titi se recostaba en su sillón, ella cruzaba el
rellano para meterse en casa.
Fue
cosa de Titi que el padre de ella comprara el apartamento de enfrente. «Es un disparate comprar un piso para disfrutarlo un mes y vivir de
alquiler el resto del año», había argumentado ante su
mujer y su cuñado inútilmente. Titi podía permitirse dos casas en propiedad,
ganaba mucho dinero en Sudamérica con el negocio de maquinaria agrícola. Mucho.
Así, Nora se engalanaba con esmeraldas de Colomba, zafiros de Brasil…, joyas
que el esposo traía de sus viajes. Ella anhelaba alcanzar la edad de recibir
esos obsequios y decir «Me lo ha regalado mi tío».
No hubo
tiempo. Se vendió el apartamento de la playa —también el de los padres de ella,
permutado por un piso en la ciudad—, se empeñaron las joyas, desaparecieron los
restaurantes, las empleadas de hogar, los viajes. Ella con sus padres los visitaban
siempre que podían, no hacía falta avisar, raramente salían. Nora hablaba de la
ruina con pasmosa naturalidad, una naturalidad que a ella le resultaba
insoportable. Parecía que hiciera leña del árbol caído. Solo importaba
Cristina, su presente, su futuro. La prima, convertida en mujer, se había
contagiado de la frialdad nórdica de su madre, su rostro resultaba infranqueable
como un espejo. A Titi, sin embargo, le habían brotado arrugas, ojeras y
bolsas, y se le había caído el pelo. Lo hallaban acurrucado en su sillón, taciturno.
Pero cuando ella aparecía por la puerta los ojillos se achinaban pícaros con
una sonrisa de oreja a oreja, y pronunciaba aquel “Cómo estás, presiosa”, reservado en exclusiva. «Hay qué ver cómo te quiere», decía Nora en un tono indiferente
que caía a plomo.
Un
cáncer de vejiga se lo llevó por delante.
En el
funeral, ella no podía dejar de llorar, las lágrimas le consolaban del mismo
modo que de niña cuando algo la confundía y no sabía qué otra cosa hacer. Nora
se volvió, su voz extranjera pareció dirigirse a un camarero, «Ya hija, ya. Para». Cristina
también se había girado, su mirada verde era gris. Incineraron su cuerpo. Sabía que la intención de
Cristina era esparcir las cenizas, la cuestión era dónde, cuándo. Ella quería
estar presente, les hizo saber.
FIN
Ejercicio correspondiente al tema 3 del curso "Escritura y Meditación"