Un jaleo inusual, como de manifestación, me obligó a asomarme
a la ventana: un grupo recorría la calle. Saludaban a los que bebían la caña en
el bar, a la florista, al que salía del garaje, al camarero que limpiaba
las mesas de la terraza… Agucé el oído, no conseguía oír. Por los gestos supe
que invitaban a unirse a ellos. No enarbolaban pancartas, ni lucían lazos en la
solapa, no gritaban eslóganes. ¿Dónde se dirigían? ¿Qué pretendían con esa
marcha alborotadora? El ruido había detenido mientras dormitaba en el sofá mi
pasatiempo favorito: imaginar historias. La vecina del bajo, que se desplaza
con andador, descubre un día que las piernas le funcionan lo que no le valen
son los estrechos zapatos de cristal a los pies hinchados como pelotas.
Día tras día, pasan por delante de mi ventana cambiando
el gris de la calle por un paisaje multicolor. Ya ni siquiera espero a
escucharlos: me acodo en la ventana y aguardo. A veces distingo caras nuevas, hace
unos días vi a la vecina del bajo, debe andar por los setenta. Lo increíble es
que hoy que camina entre ellos no usa ni bastón y no distingo las arrugas que
se le hundían en la cara, y los ojos, sobre todo los ojos, brillan, rebosan
energía y hoy me ha mirado y ha levantado la mano y la ha sacudido como diciendo,
«!Baja!». Señora, por Dios, si ni siquiera nos hemos cruzado por la escalera. ¡¿Cómo
se le habrá ocurrido?! ¡¿Quién es ella para azuzarme a sumergirme en esa marea palpitante?!
Reconozco que un cuchicheo al oído decía algo como, ¿por
qué no? Tumbada en el sofá, he imaginado que le gritaba que en cuanto encontrase
unos zapatos, bajaba. Ella no lo sabe, pero hace tanto que no los uso que ni sé
dónde los tengo. Me paso la vida con los pies subidos al sofá. Es un buen sofá,
acogedor, suave, abrigadito en invierno y fresco en verano porque ya me ocupé
yo de que fuera todo terreno, que sabía la de horas que me iba a pasar sentada
en él con los pies resguardados bajo las piernas dobladas. Hasta ahora ha
cumplido su propósito. Aunque este desfile diario me atrae como la manzana a Blancanieves, me obliga a dejarlo, a pasar más tiempo en la ventana y los pies
se me enfrían y eso no me gusta. ¿Por qué pasan a diario, precisamente, por mi
calle? No niego que me gusta el espectáculo, desde arriba veo la gente pequeñita,
como niños juguetones. Y es que la mayoría son muy jóvenes aunque, después de
lo sucedido con la del bajo, quién sabe si son rejuvenecidos, si ese caminar no
les quita años, tristezas, rencores. Al final me van a hacen sonreír. Aunque verles
unidos, hermanados, me pellizca como si un bicho se retorciese justo ahí, en la
boca del estómago, cerca del pecho. Cerca del corazón.
Me miro en el espejo, no tengo las arrugas de la vecina, si
bien mis ojos no brillan como los suyos. Al llegar Toni le he preguntado cómo
me veía.
―¿Sinceramente? ―he notado un salto en las tripas, como
si alguien las hubiera despertado de la siesta. He asentido porque sé que Toni
no me hará daño― No aparentas la edad que tienes.
Y me ha sabido a poco la respuesta. Hablamos de edades
diferentes.
―Me refiero al carácter, ¿tengo espíritu joven?,
¿mente abierta?, ¿puedo gustar a la gente al primer vistazo, y después?
Se ha reído.
―No sabría decirte…, en todo caso ¿qué importa? ¿A estas
alturas estarías dispuesta a calzarte? ¿A salir a la calle?
Han sonado cristales rotos, debió ser mi imaginación.
Han sonado cristales rotos, debió ser mi imaginación.
Le he señalado la ventana. He
ido hacia allí, creí que me seguía hasta que de reojo vi su sombra alejarse. Hacia
la cocina, tal vez; suele llegar hambriento.
La fanfarria ha
pasado, ha dejado la calle desierta, ha arrastrado consigo a los pocos vecinos que
quedaban, como el flautista aquel. Quiero que Toni me lo explique, «¿Cómo pueden
sumergirse en el desfile lanzándose sin más? La misma vecina del bajo, ¿qué
hace andando entre los jóvenes?», grito. «Mira, ven», quería mostrarle la
desolación de la calle cuando se aleja el grupo cada día más numeroso. Es
triste para los que nos quedamos. Se me llenan los ojos de lágrimas.
De pronto distingo el jersey azul eléctrico y el ademán que
me incita a dejar la ventana. Debí imaginarlo, Toni también. Y me deslumbra la
certeza de que no volverá conmigo a la ventana. ¿Cómo has podido, Toni?
Hoy he puesto la casa patas arriba. He encontrado un par
de zapatillas de lona blanca de las que usaba para hacer gimnasia en el
instituto. He pasado la mañana mirando los pies calzados, las zapatillas son
ridículas, antiguas como yo. Todos se echarán a reír si me atrevo a bajar con
ellas, incluso Toni y la privilegiada vecina. Si no lo hacen será por pena. Acaricio
la tapicería del sofá, me imagino en la muchedumbre. Estoy despistada, gesticulo
exageradamente para distraerles de mi paso lento, del vocabulario pobre. No pillo
las bromas. No espero rejuvenecer, la transformación no será gratis, no sé qué precio
habrá pagado la vecina, pero a mí me dirán que debo pasar el tiempo con ellos, abandonar
mi sofá. Eso no, respondería yo; sí estaría dispuesta a acompañaros hasta el
final de la calle. En cuanto la pisara podría confesar: no creo que mis
zapatos sean adecuados para caminar a vuestro ritmo. Por educación, por
caridad, dirán que sirven y se callarán lo que piensan, «Por qué se le ha
ocurrido a la dinosaurio esta dejar su guarida». La sombra de la tarde oscurece
el color del sofá tiñéndolo de tristeza. Preferiría que lo dijesen, podría regresar
aquí sabiendo.
Si no lo hicieran, si persistieran en callar, no sabría
que me ven como un dinosaurio y mi casa como una guarida. Si no verbalizamos no
hay consecuencias, ni necesidad de tomar decisiones, eso lo tengo bien
aprendido. Percibo un murmullo, me incorporo, son ellos. Y quién sabe si durante ese tiempo de silencio, de no
decidir, lograría rejuvenecer, contagiarme de energía y preocuparme solo de atarme
las zapatillas para caminar con paso firme.
Y, de paso, vivir.
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