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sábado, 10 de diciembre de 2022

Mieditis

La noche me cayó encima como un cubo de agua fría. Resbaló desde mi cabeza, se escurrió por la espalda. Tuve conciencia del desperdicio de calor. Toda yo evaporada bajo el agua fría. Convertida en gas, invisible, sin materia. Volátil.

Podía ir donde quisiera, colarme en cualquier lugar. Podía desaparecer del mundo y estar. Era lo más parecido a un milagro que había conocido. Solo una mujer podía desenmascararme. Una señora obesa y cuadriculada que vigilaba desde su silla de ruedas cada ventana del patio.

Ella me veía, me saludaba, me preguntaba qué había aprendido ese día, qué había estudiado.

A partir de esta noche no le contestaré, me dije. 

Pero ella me vería, vería el vapor en mi ventana. Un vaho inusual, diferente, con silueta de mujer. Y diría: ¡Ah!, pillina, te has evaporado para no presentarte a los exámenes.

 



jueves, 8 de septiembre de 2022

A veces el uso de modismos ingleses en nuestra lengua nos hace dudar

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viernes, 8 de julio de 2022

EL BANQUETE DE LA VIDA


Tenía once años, mi hermana nueve. Pasábamos las vacaciones en un lugar de la costa de Málaga. Mamá, embarazadísima, no se encontraba bien aquella mañana. Nos quedamos en el apartotel en lugar de ir a la playa. Papá nos bajó a la piscina. La teníamos solo para nosotros. El resto de los huéspedes estaban disfrutando de las olas y el cálido roce de la arena.

Papá se sentó en el bordillo por la parte profunda. El agua, de un turquesa intenso, destellaba en círculos cegadores. Se movía tonta y peligrosamente, esa impresión tuve. Si la miro lo suficiente me atraerá a las profundidades, pensé.

Papá se lanzó al agua, extendió los brazos hacia nosotras invitándonos a saltar. Escuché a mamá gritar, «¡Fernando, los flotadores!». Pero papá no estaba dispuesto a dejar la piscina y subir por ellos. Me ofrecí a hacerlo yo, la respuesta no fue la que esperaba, «Venga, ¿quién quiere ser la primera?».

Mi hermana me miró, se encogió de hombros y, siempre más decidida que yo, dio un brinco hacia los brazos de papá. Se sumergió un poco, papá la agarró y sacó a flote. La ayudó a subir al bordillo. Repitió. Al tercer salto, papá la dejó hundirse. La vi pedalear y bracear, vi como su cuerpecillo, borroso en algún momento, se definía conforme ascendía. Emergió con una sonrisa de oreja a oreja. «¡Tírate, tírate, no pasa nada!»

Sabía que “no pasaba nada”, sabía que papá que inventaba cuentos de animales de colores para nosotras, que se levantaba por la noche para darnos el jarabe de la tos y nos cantaba Quisiera ser marino, una canción que ni él mismo sabía de dónde había salido, nunca permitiría que pasara algo.

Mamá, en el balconcillo, había abandonado la tumbona con la primera zambullida de mi hermana y permanecía acodada en la barandilla. No había vuelto a gritar nada sobre flotadores.

El silencio era tranquilizador. La masa de agua, inmensa. Parecía que un cucharón manejado por un ser poderoso e imposible de abarcar con la vista por sus dimensiones descomunales se ocupaba de mecerla. Pero no era tan inocente como mover un guiso. Se trataba de lanzarse a un foso profundo y hundirse. ¿Hasta dónde? Se trataba de renunciar a respirar hasta volver a la superficie. ¿Durante cuánto tiempo? «No te preocupes ahora vamos a la parte donde no cubre», oí a papá.

Volví a mirar el agua turquesa. «Me dejaré hipnotizar, ella hará el trabajo». Moví los pies, saqué los dedos fuera del bordillo. Sentí el vacío. El azul, partido en pedazos redondos y refulgentes me recordó platos desordenados entrechocando. Había armonía y paz en el vaivén borracho y despreocupado. Y salté. Aún estaba sumergida cuando oí los aplausos de mi familia.

Después vinieron decenas de saltos.

 

domingo, 20 de febrero de 2022

microrrelato

 UNA MANTA MENOS 

Mientras caminaba por el andén de Ópera, oía la flauta. Sabía qué me esperaba: el muchacho melenudo, el cachorro, la manta, el blanco porcelana de los azulejos tras ellos. Y las miradas de ambos. Me acobardaba toparme con ellas. Retrasaba mi paso de bailarina, el momento de enfrentarme a sus ojos. Había tomado la costumbre de rebuscar en el monedero antes de girar el pasillo para tener la moneda preparada. La dejaba caer en la manta sin mirar, o mirando apenas. Pero ellos siempre me atrapaban, o yo me dejaba seducir por la música.

Ahora el cachorro es adulto, nosotros también.





GERUNDEANDO

https://www.tallerdeescritores.com/quedate-en-casa-a-escribir?sc=dozmv7bo8hzl6um&in=kw35vb0jr7h13kf&random=9092 Por César Sánchez