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viernes, 26 de diciembre de 2014

Los errores más comunes y cómo corregirlos Ricard de la Casa


Todos cometemos errores, es humano según dice la famosa cita en latín. Es importante que entendamos que, aún con mucha experiencia como bagaje, los seguimos cometiendo, otros errores, desde luego, y en algunos casos los mismos, pero alguien también decía que somos la única especie que es capaz de tropezar con la misma piedra dos y tres y hasta cuatro veces. He aquí unos cuantos errores comunes de una obra. Algunos se deslizan casi sin darnos cuenta, y son difíciles de encontrar.
1/ El Personaje principal se vuelve pasivo 

Eso suele suceder generalmente porque al cabo de poco tiempo en que nos hemos sumergido completamente en la elaboración de la obra, los personajes suelen cobrar "vida" en nuestro interior y algún personaje secundario toma mayor relevancia. Puede que sea porque el personaje principal ha dejado de gustarnos o justamente porque alguno de secundario nos agrada más o encontramos que la obra mejora o da más juego con ese personaje. Es fácil que suceda así, pensemos que los personajes que actúan de contrapunto del principal, suelen ser los "malos de la película" y estos son, en la mayoría de los casos, mucho más atractivos. En cualquier caso es un error. Desde luego seguimos siendo libres para hacer lo que nos venga en gana, pero seguirá siendo un error de planteamiento. Debemos entonces repasar el texto (las escenas) y ver dónde el personaje se vuelve pasivo y devolverle la fuerza perdida. Si eso no nos apetece, o es muy complicado y acabamos prefiriendo al personaje secundario, deberíamos reestructurar la obra para el intercambio de roles o tener más de un personaje principal, esta solución es un poquito más complicada, pero la experiencia vale la pena.
 

2/ No presentar al Personaje Principal en los primeros párrafos 
El lector busca, tiene, quiere identificarse con el personaje principal, al menos quiere hallarlo rápidamente para saber cómo y a quién prestar mayor atención. Es vital que en la primera escena, se presente al personaje principal. El comienzo es un tiempo delicado no sólo porque debemos captar la atención del lector, sino porque tenemos que presentar al personaje. Hay muchas formas de hacerlo, no se preocupe por ello, pero si no aparece, el lector tiende a confundirse y creer que algún secundario es el principal (por desgracia somos de costumbres fijas) y cuando éste aparece, la confusión se hace mayor y puede llegar a molestar. Intente mostrar alguna emoción del personaje, eso le servirá para darle profundidad, para caracterizarlo, sin necesidad de describirlo completamente. Ese es un punto importante, no lo haga de forma descarada, sensiblera ni gratuita, la inclusión debe ser natural, si no es así recomponga la escena hasta conseguirlo.
 

3/ Derrochar Ideas - Argumentos - Caracteres 
Un error típico de principiante. Tenemos demasiadas ideas en la cabeza y las queremos meter todas para dar una sensación de complejidad de la trama, de riqueza; no es necesario en absoluto. Servirá, como mucho, para que el lector avezado se dé cuenta de la falta de seguridad en nosotros mismos. A menudo utilizamos un personaje para explicar una cosa en el primer capítulo, otro en el segundo, otro en el tercero. Hay que aprovechar a los mismos, utilizarlos más intensamente, eso les dará mayor profundidad psicológica y por ello facilitaremos la labor del lector para seguir la trama. Al utilizar los mismos personajes secundarios y aunque estos no puedan mostrar cambios importantes en su carácter, se debería escoger algunos, por ejemplo el que dé la réplica al personaje principal, para mostrar pequeños cambios.
 

4/ ¿Qué estoy haciendo yo aquí? 
No se desespere, a todos les pasa, hasta al más experimentado. Es simplemente falta de previsión, falta de un esquema general del relato o de la novela. Y nos pasa porque a pesar de tener las cosas muy controladas, a todos nos gusta dejar correr la imaginación y ver a dónde nos lleva la escena en la que estamos metidos. Tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Es bueno que antes de empezar hayamos diseñado la obra en sus partes principales: personajes, conflictos, escenas. Sólo así sabemos por dónde vamos y si nos desviamos deberíamos tener una buena razón. Experimentar no es malo, pero cuanto más organizados estemos, mejor sacaremos provecho de esa experimentación, pues un buen escritor no debería pasar toda una vida escribiendo una sola novela.
 

5/ Diálogo 
Es una parte fundamental en la obra, cuanto más larga sea ésta, más importante se vuelve. Pero tampoco se obsesione con ello. Intente no dejar soliloquios, conferencias, largas parrafadas ni explicaciones. Un sistema sencillo de comprobar si vamos por buen camino es visualizar la hoja de papel como si fuera una imagen, si hay mucho texto quiere decir que hay una pobreza de diálogo, si hay mucho espacio en blanco pasa lo contrario, estamos abusando de él. Con todo, sólo usted puede evaluar si en una escena es necesario más o menos cantidad de diálogo. Tenga cuidado con el Slang, con los dialectos, si los utiliza debe intentar que el lector pueda interpretar correctamente sus significados. Debemos buscar la manera para que quede claro lo que se está intentando decir. No tema utilizar "dijo" en los diálogos, esa palabra se utiliza normalmente en el 90% de las ocasiones. Desde luego debe intercalarse con otras palabras, sobre todo cuando el personaje hace algo o lo dice de cierta manera, pero intente mostrar esas emociones, no de señalarlas simplemente.
 

6/ Parar demasiado pronto 
Otro fallo de escritor novel. Estamos tan ansiosos por acabar una obra (llevamos tantas inacabadas...) que generalmente precipitamos el fin. Las historias acaban demasiado abruptamente (habitualmente por falta de un esquema general). Fuércese a continuar escribiendo cuando crea que ya a acabado, normalmente podemos encontrarnos con una sorpresa. Y en todo caso si no consigue mejorarla será un excelente ejercicio.
 

7/ No dejar descansar la historia 
Cuando acabamos una historia estamos demasiado metidos en ella. Somos incapaces de juzgarla con absoluta imparcialidad. Hay que darse tiempo para olvidarse-distanciarse, y dependiendo de nuestro trabajo estar al menos unos días-semanas alejados de ella. Una vez ha pasado ese tiempo, hace falta chequear la historia para una aceptación general, leerla como lector -directamente- sin pretender ni pensar en corregir-cambiar etc.
 

8/ No ensayar comienzos diferentes. 
No valoramos nuestra capacidad en su justa medida, sea por arriba o por abajo. Quizá el principio escogido no sea el más adecuado aunque lo parezca. Una vez se tiene la historia, se debería ensayar varios comienzos alternativos, no muy complejos, sólo dos o tres párrafos, de forma rápida, escogiendo diferentes formas de presentar la información, puntos de entrada en la historia. Una vez que eso se hace varias veces, se vuelve algo natural en nosotros y aprovecharemos mejor todo nuestro potencial creativo 

9/ No planear el clímax desde el principio 

Una cosa es la previsión, la organización, tener un esquema general del relato o de la novela y otra llegar hasta el extremo de tener previsto hasta el clímax, algo que ocurre generalmente al final de la novela. No debemos atarnos las manos hasta ese extremo y dejarnos la posibilidad de cambios. Es evidente que deberíamos desarrollarla de acuerdo con la promesa original, pero que eso no nos coarte como para que la obra se convierta en algo rígido. 

10/ Tomar demasiado tiempo para repasar 

Más que error, vicio que hace falta erradicar. Corrija todo lo que crea necesario, pero defina un tiempo concreto para ello, sino esta abocado a la necesidad ilógica de corregir un texto cada vez que lo lea y eso más que ralentizar su producción acabará paralizándola. Acepte como artículo de fe que toda obra es susceptible de mejora, y que nosotros mismos evolucionamos y que con ello nuestra capacidad y experiencia aumenta. Tenemos que parar en algún momento, si no estaremos siempre dando vueltas al mismo molino. 

11/ Estructuras ilógicas 

Un error del que hay que huir como del diablo. La obra se sustenta en una realidad (incluida la ciencia ficción y la fantasía más desbocada), la que el escritor desea y debe aferrarse a ella. Debe respetarse a sí mismo y sobre todo al lector. Construirla de forma inverosímil o fuera de contacto de la realidad hará que la gente no se crea lo que está leyendo, pensarán con toda razón que usted, el escritor, les está tomando el pelo, se molestarán y simplemente dejarán de leerla. La obra ha de ser consistente con todos sus planteamientos y ser honestos con ellos. Y, sobre todo, al final del relato o la novela, no se saque un conejo de la chistera para solucionar sus fallos de estructura, sólo conseguirá hacer más visibles estos. 

viernes, 19 de diciembre de 2014

Dios los cria…

Llegó al desfile con retraso, a propósito, para que la vieran sortear las sillas, alcanzar la primera fila y sentarse en la que rezaba en el respaldo “Sra. del Jefe de Sanidad”. Esta jefatura no existía, pero ella lo había sugerido a su marido con la misma naturalidad con que elegía la ropa que debía ponerse. Él no dudó en acatar la indicación y ordenar a un soldado que consiguiera la chapa y la pegara a una silla de la primera fila.

Cuidado, le había dicho él a su mujer, no quiero señalarme. Porque el “jefe”aún no podía creer que fuera médico estomatólogo. No dentista, como no cesaba de aclarar su mujer a cualquiera y por cualquier motivo. Él no olvidaba el impulso que ella había dado a su carrera de medicina al interceder, rogar y llorar sin pudor, ante profesores cuyas asignaturas se le atragantaban; ella sí.

Después vino la plaza en el Ejército. Como huérfano de guardia civil usó la prerrogativa que le libraba de concursar en la oposición de acceso al Cuerpo de Sanidad.

A fuerza de años llegó a comandante.

Echaba en falta una medalla. Le dolía, sobre todo, al vestir el uniforme azul marino de gala, y ver destacar las condecoraciones por actos de servicio sobre la tela oscura en otros uniformes con un fulgor que le ataba un nudo en la garganta. Pero si era molesto para él pasear entre pecheras jalonadas de medallas, era humillante para ella que, a pesar del traje largo, los guantes estilo Hilda, el recogido subido a la coronilla, no lograse atraer las miradas lo suficiente para apartarlas de la desnudez del uniforme de su marido.

Fue en una de estas reuniones cuando siguió a la mujer del general hasta el servicio. Imposible saber en qué momento —si antes o después de— convenció a la generala para realizarle una revisión dental.

El día de la revisión llegó y  ella se plantó en la cabecera del sillón profesional desde dónde cruzaba miradas con su marido, aconsejando, unas veces ella, otras él, limpieza dental, empastes, blanqueamiento, tratamiento para las encías. Sin dejar de reconocer la salud que desvelaba la dentadura, y esto sí era la pura verdad.

La esposa del comandante que no solía pasar por la consulta porque las relaciones sociales le ocupaban su tiempo, se encontraba allí cada vez que tocaba visita de la generala. No desperdiciaba la ocasión para, como de pasada, hablar del escaso reconocimiento de que era objeto su marido en el ámbito militar.

La generala volvía a su casa abrumada por la amabilidad y el desinterés del matrimonio que se negaba a cobrar las visitas, y acongojada por la injusticia que se cometía con ellos. Al transmitirlo a su marido reconocían ambos la necesidad de una recompensa. Pasaron por sus cabezas, un jamón, una escultura de bronce, una colección de libros encuadernados en piel. Claramente era el jamón lo más acertado para la pareja, pero el general no se veía regalándolo por lo campechano del producto.

Una noche, al regreso de la consulta, contando a su marido como había ido la visita la generala pronunció la palabra medalla en lugar de recompensa, o premio, y sus miradas hablaron por sí mismas. Tanto él como su mujer  estuvieron de acuerdo en que la concesión de una medalla sería una bonita sorpresa y un acto de justicia.  

Marusela Talbé


El billete

Moviéndome con dificultad entre los coches me dirijo hacia la luz, proviene de una cabina acristalada, el foco cae sobre el rostro de un joven, lo tiñe de blanco, lo convierte en frío.
—Necesito ayuda —susurro.
—Está prohibido bajar del automóvil. Pueden atropellarle. Regrese a su vehículo, por favor.
Con gesto impaciente indica que me aparte.
—Creo que estoy en el aparcamiento de un centro comercial —añado sin moverme.
Me mira. Tiene dibujada en la cara una sonrisa diplomática y aburrida. Comprendo que estar sentado dentro de esa urna sin más que extender el brazo y repetir las mismas palabras puede acabar con el optimismo de cualquiera. Encima los jefes exigirán también la sonrisa. Debería ser un buen actor para engañar a los clientes con ella.
Como no le dejo cobrar los tickets, empiezan a sonar las bocinas. Se levanta y hace gestos a los conductores para que se tranquilicen. Me amenaza con llamar a seguridad. El estrépito aumenta al rebotar el ruido en las paredes. Se convierte en estereofónico. El tipo lleva una chapa en el uniforme: Héctor, leo. “Sabe Héctor, tiene usted un nombre de héroe que no se merece”, le digo dejando libre la ventanilla y apartándome a un rincón.
Un idiota. Así me siento mirando alternativamente hacia la calle y hacia la cabina. Cuando ya he perdido la esperanza de que me escuche llega el relevo de Héctor y él se me acerca.
―¿Qué le ocurre?¿No encuentra su coche? Le ayudaré a buscarlo ―dice con voz samaritana.
Pero no es tan sencillo. No sé qué ha pasado. Desperté tirado en el suelo entre dos coches con  un fluorescente a varios metros sobre mi cabeza; la luz parpadeaba y el tubo sonaba como si estuviera friendo moscas. No siento dolor. No estoy herido. Pero mi cabeza está vacía. Alguien me ha sorbido el cerebro con una pajita, le digo en un intento por desdramatizar, aunque noto la angustia reptar por la garganta, ahogarme. Héctor me pregunta por la documentación. No tengo nada: ni dinero, ni carnés, ni llaves, solo un billete de tren. Un billete del Rápido a Valladolid para las siete. Una pequeña luz parpadea en el interior de mi cabeza como un código morse. Demasiado rápido para descifrarlo.
Vuelve a la cabina dónde el relevo actúa, igual que lo hacía Héctor, con la indiferencia de una máquina. Por eso os sustituirán, pienso, no por la sonrisa. Hablan. Héctor sale con un móvil en la mano “Avisaré al 112”, comenta. No tengo idea de qué es. Miro el billete y me pregunto si el sistema informático de la estación archivará quién lo compró. He debido hablar en voz alta porque Héctor responde, “¡Sí, claro!..., lo malo es lo de la protección de datos. A lo mejor habría que recurrir a la policía para conseguir la información”. Otra vez el morse, esta vez lo descifro: policía no.
El 112 resulta ser un vehículo del que se apean dos mujeres con batas verdes que me sientan en la camilla del interior. Tras multitud de preguntas y algunas pruebas neurológicas,  deciden que no se trata de una urgencia. Empiezo a ser consciente de mi situación.
―Oiga quiero ir a la estación. Puede que allí tengan alguna información sobre quién compró este billete.
―No. Es al hospital dónde debe ir.
―¿Por qué? Debo llevar horas en este estado. ¿Qué más da unas pocas más? Necesito ir a la estación antes que al hospital. ¿Es que no han visto ustedes El Gran Dictador, o Recuerda, o las más recientes como  Memento o El Caso Bourne? En todas ellas los amnésicos se enfrentan a la pérdida de memoria visitando lugares y personas que han formado parte de su vida. Mi única pista es el billete y el tren que sale esta tarde.
―No tengo el tiempo que tiene usted para ver cine. Por otro lado el protocolo en estos casos es claro: examen neurológico completo ―responde mientras recoge los artilugios médicos la mujer que me ha examinado― Ahora baje y espere a la ambulancia que llegará en unos minutos, ¿de acuerdo?
Ella también baja y se aparta con Héctor unos pasos. Hablan en voz baja. Él levanta la cabeza un par de veces. Me sonríe. No estoy seguro de si está actuando o no. Viene hacia mí.
―Así que es un experto en cine, ¿eh? Yo soy aficionado, y tengo una noticia para usted. En Valladolid se está celebrando un festival de cine. ¡Por eso el billete! —Mis pies se ponen en marcha espoleados por el chasquido de un látigo invisible—. Espere, ¿dónde va sin dinero, ni documentación? —Mi cara debe reflejar cómo me siento. Héctor se apiada— Voy a ayudarle pero quédese aquí. No se mueva. Llamaré a la estación a ver qué me dicen del  billete.
Tiende la mano y se lo entrego. Le veo desaparecer por las puertas de acceso a la tienda. No contaba con eso, pensaba que llamaría desde el móvil no que se marcharía con el único objeto que demuestra que tengo un destino.
Tras unos minutos, no sé si cinco o veinte, me acerco a la ventanilla para pedir al del relevo que localice a Héctor. Pone excusas y se repite la escena del principio: Apártese….La fila de coches…Bla,bla,bla.
Oigo la sirena de una ambulancia y me escondo. No saldré de este aparcamiento sin mi billete.  Veo a un joven apearse y hablar con el hombre de la cabina. Echan una mirada por el recinto sin demasiado interés. Después cada uno regresa a su lugar, y la ambulancia se marcha.
¿Y si todo esto fuera un sueño? Con billete o sin él, saldré a la calle para comprobarlo.
Justo en este instante una mano se posa en mi hombro. Es Héctor con la expresión de que le han cargado con un saco de responsabilidad de la peor especie —algo como lo que hizo Meryl  Streep en La Decisión de Sophie; algo como elegir entre salvar de la muerte a tu madre o a tu hijo—, “Nada, no dicen nada”, tartamudea.
El horario del tren no deja me opción. El hospital tendrá que esperar.
―Dame dinero para llegar a la estación. Juro que te lo devolveré.
Esgrime excusas.  De pronto su expresión cambia, “Tengo una idea. Le tomo una foto con el móvil, voy a Valladolid, busco a los organizadores y vuelvo conociendo su identidad. Usted mientras tanto va al hospital”.
Y de nuevo una sonrisa que no comprendo. Demasiado complicado.
El billete está en su mano y tiro para recuperarlo. Él no lo suelta. Maldita sea, grito, es mío. Noto su expectación, los ojos agrandados, la respiración en suspenso. Entonces oigo otra sirena.
Unos brazos fuertes me sujetan y me alejan de él. Siento un pinchazo en el cuello. Grito y forcejeo. Ya no quiero el billete sino dar a Héctor un puñetazo que le desfigure la cara pálida y descompuesta que tiene. ¡Chivato!
Mi cerebro estaba fundido a negro, pero el pinchazo, la voz de Tomás y la tenaza de sus brazos  al ponerme la maldita camisa de fuerza, han reiniciado la película. Me empuja al interior del vehículo mientras le oigo explicar a Héctor, “Fue crítico de cine. Cada año por estas fechas dice lo mismo, ¡Me voy a Valladolid! Este año se lo tomó más en serio que de costumbre. Habrá que atarlo corto. Aunque no iría lejos, sin su medicación no es nadie”.
“El billete, Tomás, el billete que me lo devuelva. Es mío”, grito.

Marusela Talbé.

miércoles, 17 de diciembre de 2014

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“Vendo zapatos de bebé, sin usar” es, en este sentido, digno de Hemingway. Lo omitido (¿otro aborto?) queda resonando en la mente del lector. No estamos ante una novela, o ante un cuento tradicional, donde una lectura gradual nos irá respondiendo los interrogantes: ¿Quién vende los zapatos? ¿Por qué los vende? ¿Por qué están sin uso? ¿Ha ocurrido algo con el bebé? ¿Qué ha ocurrido?

Por lo común una trama bien construida (una trama “lógica”) obedece a una serie de preguntas que se interconectan de modo eficaz. En muchas de estas tramas, el autor esclarece primero el “qué” y el “por qué”, y deja el “quién” para el final; entonces podríamos decir que estamos en el terreno del “enigma” o de lo que los ingleses llaman el “whodunit” (quién lo hizo). Otras tramas esclarecen primero el “quién” y el “por qué”, dejando para el final el “qué”. Es la conexión entre las preguntas lo que constituye, justamente, la trama: quien vende los zapatos, los vende porque están sin usar. Si están sin usar, con certeza esto implica algo acerca del bebé. Y así sucesivamente.

En el minicuento de seis palabras adjudicado a Hemingway nos hallamos ante un hecho presente (el aviso que “ocupa” todo el relato) pero asimismo ante un hecho pasado que obra de dato escondido. Estamos a un paso de la tan citada “Tesis del cuento” de Ricardo Piglia. “Un cuento siempre cuenta dos historias”, concluye Piglia, para quien todo cuento es un relato que encierra un relato secreto.

En esencia, lo que hace el minicuento de seis palabras que, erróneamente o no, se adjudica a Hemingway no es tan distinto de lo que Piglia observa en “El gran río de los dos corazones”, otro de los relatos fundamentales de Hemingway. En su superficie, el texto parece la descripción trivial de una excursión de pesca, pero detrás está la segunda historia: los efectos de la guerra en Nick Adams.

En “Vendo zapatos de bebé, sin usar”, lo mismo que en buena parte de la llamada microficción, los procedimientos que hemos mencionado (la omisión deliberada, la teoría del iceberg, la tesis de los dos relatos simultáneos) son llevados a un extremo. Todo está, en este caso, “fuera” del texto. O “fuera de campo”, como dicen los directores de cine cuando la acción no es registrada por la cámara.

El de Hemingway, como la mayoría de los microrrelatos, obliga a que el lector abandone cualquier postura pasiva. Lo pone a trabajar o, al menos, lo invita a hacerlo. Si el espacio para las respuestas no está en el cuento, sólo puede estar en otro lugar: en la cabeza de un lector “activo”.

Esto nos lleva a una de las paradojas más interesantes del microcuento: se presenta a menudo como de “fácil” lectura, por su extensión, por su a menudo engañosa claridad o concisión; pero exige mucho más de lo que deja entrever a primera vista, sobre todo en el caso de los buenos microcuentos que exceden la mera anécdota y dicen más, o mucho más, de lo que insinúan en una primera aproximación.

Hasta la canonización o (siendo menos tajantes) la popularización del cuento adjudicado a Hemingway, dos textos se repartían el privilegio de ser considerados como “el cuento más breve del mundo”. Uno tiene 7 palabras, el otro 16. Es decir que Hemingway les ganó a ambos en brevedad.

Aunque parezca imposible, circulan en libros y en antologías cuentos todavía más breves. Luisa Valenzuela escribió uno de apenas dos palabras (“Que bueno”, así, sin acentos ni signos de exclamación) aunque se apoyó en un título provocadoramente extenso (“El sabor de una medialuna a las nueve de la mañana en un viejo café de barrio donde a los 97 años Rodolfo Mondolfo todavía se reúne con sus amigos los miércoles por la tarde”); Aloé Azid ha postulado un cuento de una sola palabra (“Yo”) y cuyo título es Autobiografía, pero la cosa no excede de una broma muy ingeniosa, ya que en su caso no se puede hablar de “acción” ni de relato.

Cierto consenso ha establecido que entre nosotros, lectores de lengua española (e incluso entre el lectorado europeo, un poco a la sombra de Italo Calvino), el cetro de “cuento más breve” recayese en “El dinosaurio” del guatemalteco Augusto Monterroso: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía seguía allí”.

En la tradición de la “microfiction” norteamericana, por su parte, por años se ha estimado que “el cuento más breve del mundo” era un celebrado texto de Fredric Brown: “The last man on Earth sat in a room. There was a knock on the door”. (El último hombre sobre la Tierra está sentado a solas en una habitación. Llaman a la puerta.), en verdad una reescritura de “Mensaje” de Thomas Bailey Aldrich (“Una mujer está sentada sola en una casa. Sabe que no hay nadie más en el mundo: todos los otros seres han muerto. Golpean a la puerta”), incluido en la famosa Antología de la Literatura Fantástica, de Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo, y adjudicado a Borges por algunos estudiosos de la obra de Bailey Aldrich.

Durante décadas se ha afirmado que la microficción en castellano (Arreola, Denevi, Piñera, Valadés, etc.) lograba textos más breves que la llamada “sudden fiction” o “flash fiction” norteamericana. Aunque esto ha dejado de ser tan así en los últimos tiempos, es cierto que las antologías norteamericanas consagradas al “cuento hiperbeve” incluyen textos de hasta 750 palabras, cuando en castellano el límite suele rondar las 300 o, como máximo, 500 palabras.

Lo peculiar del minicuento adjudicado a Hemingway no es tanto que haya desafiado esta idea establecida (y que el “cuento más breve del mundo” sea ahora norteamericano, ya no latinoamericano), como que, a diferencia del de Monterroso y el de Fredric Brown, estemos en presencia de un texto no fantástico, sino más bien realista. El dato no es menor porque, usualmente, suele repetirse que el formato hiperbreve les sienta mejor a los textos fantásticos o, al menos, de índole extraordinaria: casos muy curiosos, hechos sorprendentes.

Irving Howe, especialista en “microfiction” escribió que “los escritores que hacen cuentos breves tienen que ser especialmente audaces” porque “apuestan todo a un golpe de inventiva”. La argentina Ana María Shua, una de las mejores cultoras del microcuento en la actualidad, ha dicho que “las minificciones tienden en su mayor parte al género fantástico, en parte porque se les exige provocar algún tipo de sorpresa estética, temática o de contenido, ya que el sutil desarrollo de climas o personajes es casi imposible”.

Ambos tienen razón si se piensa en la microficción en su conjunto. Lo más extraordinario del cuento de Hemingway (si realmente es de Hemingway) acaso no sea, por lo tanto, su cortísima extensión sino el hecho de que consiguió instalarse en lo alto del podio de la brevedad encarnando, en cierto aspecto, una excepción a dos reglas.

http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-3755-2007-04-15.html
Cuando menos es más

Margaret Atwood : "Hallan cadáver incompleto. Médico compra yate”.

Ernest Hemingway : “Vendo zapatos de bebé, sin usar”.

El azar

El mes de enero es frío y lluvioso en Domrémy. La noche cae como si cubriesen el cielo con un manto negro. Las callejas se vacían de gente y las chimeneas humean pintando estelas blanquecinas en la oscuridad.
Una mujer camina con prisa desde la iglesia hasta la barbería en la que su esposo, Jacques Darc, se encuentra fumando una pipa y charlando con los vecinos. Abre la puerta y sin moverse del umbral exclama: “Jacques, me ha dicho el abate que el Papa ha muerto”. El hombre se levanta de un salto, la silla cae al suelo. Los vecinos sonríen, estrechan su mano, “Entonces hay esperanza, ¿no es así?”, le preguntan. “Sí, sí. No podrá ser peor que con el papa Nicolás”, responde.

Los esposos, contagiados por la misma excitación que los vecinos, vuelven a casa interrumpiéndose uno a otro, levantando la voz más de lo aconsejable a esas horas de la noche.

En su hogar, en un rincón de la sala, una mesa de roble contiene lo más preciado. Isabelle la ilumina con la vela y su marido saca del cajón unos pliegos enrollados, atados por una cinta y protegidos por un pedazo de tela.
—Mañana mismo iré a Rouan para entregarlos al coche de postas.

                                                                          ***

Semanas después el archivero papal recibe la valija diaria. Deposita los documentos sobre la mesa de caoba y comienza  a ordenarlos por fecha de matasellos. El hombre resopla cuando abre los cajones repletos de papeles. “Este Papa español vive más preocupado por el boato y la diplomacia que por atender a los súbditos. Dos meses ya desde que ocupó la silla de San Pedro y su secretario aún no me ha visitado”. Como si el secretario hubiese oído sus pensamientos le anuncian al conde Carigiano.

El noble se planta ante él y solicita los papeles pendientes, “¿Todos, Excelencia?” “No os excedáis, dadme un par de ellos”. El archivero se dirige a los cajones para seleccionar lo más atrasado. Carigiano, impaciente, se adelanta y coge de la mesa los dos atadijos menos voluminosos. “Excelencia, los hay anteriores”. Carigiano se encuentra ya en la puerta que se cierra tras él empujada por la guardia.
 
Alfonso Borja y Cabanilles, Calixto III, se ha levantado de buen humor esta mañana. Su proyecto de reconquistar Constantinopla —que había visto peligrar debido a la negativa de Inglaterra a suscribirlo— ha cobrado fuerza bajo el impulso de Portugal y Génova; esto, unido al desayuno de pichones, uvas y dulces de yema le ha convertido en un hombre feliz.

Desde la ventana del Palacio Apostólico observa la ciudad que extendida bajo su vista y obediente a su mandato. Sonríe satisfecho. La llegada del Conde interrumpe su pensamiento, “Santidad, algunos de los documentos atrasados”, “Léemelos”, contesta sin apartarse de la ventana. Carigiano aclara la voz “Santidad, esta carta viene de Donrémy, Francia:

En el año del Señor de 1455, nos dirigimos a Su Santidad con el respeto y la devoción que merece el enviado de Dios, Nuestro Señor, en nombre de nuestra hija Juana Darc, también llamada Doncella de Orléans, injustamente quemada en la hoguera acusada de brujería.

En verdad, no existía un alma más pura y valiente que la de Juana. Lo demostró luchando contra los invasores ingleses y defendiendo la fe católica. No mintió sobre las apariciones y las voces que le indicaron su difícil camino. ¿Cómo si no una joven campesina iba a conseguir la determinación y el valor para llegar hasta el Rey y acaudillar un ejército? 

Su Santidad, sabemos que nuestra hija subió al Reino de los Cielos porque Dios es justo y a Él nada se le oculta, pero solicitamos de su caridad que restaure el buen nombre que debió otorgársele en la tierra. 

Esperamos de vuestra generosidad y autoridad la anulación del ignominioso juicio y el reconocimiento de que ofreció su inocente vida por Francia y por la fe…” 

—Recuerdo ese proceso. Lo viví siendo ayudante del papa Nicolás. El obispo de Beauvais consiguió testigos falsos y se aportaron pruebas de dudosa procedencia. El resultado fue declarar bruja a Juana Darc. Prepara los documentos para anular el juicio.

—Su Santidad, ¿estáis seguro? —ante la mirada del Pontífice el conde tartamudea— Lo preguntaba porque no sé cómo lo tomarán en Inglaterra, si mal no recuerdo la mitad de los jueces de ese proceso fueron ingleses…

EL papa Calixto esboza una sonrisa y zanja la cuestión, “Lo sé”.

Marusela Talbé

lunes, 24 de noviembre de 2014

Ejercitar la creatividad

¿Cómo mejorar mi creatividad e imaginación?
Hay una serie de ejercicios, muy sencillos y que pueden parecerte tontos, pero efectivos:
1. Coge un objeto cotidiano cualquiera y búscale otras utilidades. Puede que al principio estés bloqueado, pero con el tiempo aprenderás a abrir la mente. Prueba varios días seguidos o incluso el mismo día con varias horas de diferencia, usando el mismo objeto de partida, y verás que cada vez se te ocurrirán más cosas y distintas a las anteriores.
2. Haz dos columnas en paralelo de palabras inconexas, y luego une de forma aleatoria la primera columna con la segunda. Tal vez la pareja de palabras te inspire.
3. Escribe frases y luego substituye las palabras por otras aleatorias.
4. Mezcla ideas, objetos, personas y lugares que hayas visto en la calle, o en una película.
5. Los sueños pueden ser fuente de inspiración.
6. Siempre recomiendo llevar consigo una pequeña libreta con bolígrafo, e ir apuntando las cosas que ves u oyes que te llaman la atención. Puede que en el futuro te sirvan para usarlos en tu historia. Repasa la libreta de vez en cuando, mezcla distintas ideas o cámbialas, pero no deseches nada.
7. Tormenta de ideas: ponte a escribir sin pensar, lo primero que se te ocurra aunque no tenga sentido, déjate llevar. Con el tiempo agilizará tu mente.
8. Lee mucho, fíjate en cómo están escritas las frases, cómo se presentan a los personajes. Imagina que reescribes una novela desde otros puntos de vista, o imagina otro final.

sábado, 22 de noviembre de 2014

Ejemplo de relato escrito desde el punto de vista de "nosotros"

“UNA ROSA PARA EMILIA” William Faulkner


Cuando murió la señorita Emilia Grierson, casi toda la ciudad asistió a su funeral; los
hombres, con esa especie de respetuosa devoción ante un monumento que desaparece;
las mujeres, en su mayoría, animadas de un sentimiento de curiosidad por ver por dentro
la casa en la que nadie había entrado en los últimos diez años, salvo un viejo sirviente,
que hacía de cocinero y jardinero a la vez.
La casa era una construcción cuadrada, pesada, que había sido blanca en otro tiempo,
decorada con cúpulas, volutas, espirales y balcones en el pesado estilo del siglo XVII;
asentada en la calle principal de la ciudad en los tiempos en que se construyó, se había
visto invadida más tarde por garajes y fábricas de algodón, que habían llegado incluso a
borrar el recuerdo de los ilustres nombres del vecindario. Tan sólo había quedado la
casa de la señorita Emilia, levantando su permanente y coqueta decadencia sobre los
vagones de algodón y bombas de gasolina, ofendiendo la vista, entre las demás cosas
que también la ofendían. Y ahora la señorita Emilia había ido a reunirse con los
representantes de aquellos ilustres hombres que descansaban en el sombreado
cementerio, entre las alineadas y anónimas tumbas de los soldados de la Unión, que
habían caído en la batalla de Jefferson.
Mientras vivía, la señorita Emilia había sido para la ciudad una tradición, un deber y un
cuidado, una especie de heredada tradición, que databa del día en que el coronel Sartoris
el Mayor -autor del edicto que ordenaba que ninguna mujer negra podría salir a la calle
sin delantal-, la eximió de sus impuestos, dispensa que había comenzado cuando murió
su padre y que más tarde fue otorgada a perpetuidad. Y no es que la señorita Emilia
fuera capaz de aceptar una caridad. Pero el coronel Sartoris inventó un cuento, diciendo
que el padre de la señorita Emilia había hecho un préstamo a la ciudad, y que la ciudad
se valía de este medio para pagar la deuda contraída. Sólo un hombre de la generación y
del modo de ser del coronel Sartoris hubiera sido capaz de inventar una excusa
semejante, y sólo una mujer como la señorita Emilia podría haber dado por buena esta
historia.
Cuando la siguiente generación, con ideas más modernas, maduró y llegó a ser directora
de la ciudad, aquel arreglo tropezó con algunas dificultades. Al comenzar el año
enviaron a la señorita Emilia por correo el recibo de la contribución, pero no obtuvieron
respuesta. Entonces le escribieron, citándola en el despacho del alguacil para un asunto
que le interesaba. Una semana más tarde el alcalde volvió a escribirle ofreciéndole ir a
visitarla, o enviarle su coche para que acudiera a la oficina con comodidad, y recibió en
respuesta una nota en papel de corte pasado de moda, y tinta empalidecida, escrita con
una floreada caligrafía, comunicándole que no salía jamás de su casa. Así pues, la nota
de la contribución fue archivada sin más comentarios.
Convocaron, entonces, una junta de regidores, y fue designada una delegación para que
fuera a visitarla.
Allá fueron, en efecto, y llamaron a la puerta, cuyo umbral nadie había traspasado desde
que aquélla había dejado de dar lecciones de pintura china, unos ocho o diez años antes.
Fueron recibidos por el viejo negro en un oscuro vestíbulo, del cual arrancaba una
escalera que subía en dirección a unas sombras aún más densas. Olía allí a polvo y a
cerrado, un olor pesado y húmedo. El vestíbulo estaba tapizado en cuero. Cuando el negro descorrió las cortinas de una ventana, vieron que el cuero estaba agrietado y
cuando se sentaron, se levantó una nubecilla de polvo en torno a sus muslos, que flotaba
en ligeras motas, perceptibles en un rayo de sol que entraba por la ventana. Sobre la
chimenea había un retrato a lápiz, del padre de la señorita Emilia, con un deslucido
marco dorado.
Todos se pusieron en pie cuando la señorita Emilia entró -una mujer pequeña, gruesa,
vestida de negro, con una pesada cadena en torno al cuello que le descendía hasta la
cintura y que se perdía en el cinturón-; debía de ser de pequeña estatura; quizá por eso,
lo que en otra mujer pudiera haber sido tan sólo gordura, en ella era obesidad. Parecía
abotagada, como un cuerpo que hubiera estado sumergido largo tiempo en agua
estancada. Sus ojos, perdidos en las abultadas arrugas de su faz, parecían dos pequeñas
piezas de carbón, prensadas entre masas de terrones, cuando pasaban sus miradas de
uno a otro de los visitantes, que le explicaban el motivo de su visita.
No los hizo sentar; se detuvo en la puerta y escuchó tranquilamente, hasta que el que
hablaba terminó su exposición. Pudieron oír entonces el tictac del reloj que pendía de su
cadena, oculto en el cinturón.
Su voz fue seca y fría.
-Yo no pago contribuciones en Jefferson. El coronel Sartoris me eximió. Pueden ustedes
dirigirse al Ayuntamiento y allí les informarán a su satisfacción.
-De allí venimos; somos autoridades del Ayuntamiento, ¿no ha recibido usted un
comunicado del alguacil, firmado por él?
-Sí, recibí un papel -contestó la señorita Emilia-. Quizá él se considera alguacil. Yo no
pago contribuciones en Jefferson.
-Pero en los libros no aparecen datos que indiquen una cosa semejante. Nosotros
debemos...
-Vea al coronel Sartoris. Yo no pago contribuciones en Jefferson.
-Pero, señorita Emilia...
-Vea al coronel Sartoris (el coronel Sartoris había muerto hacía ya casi diez años.) Yo
no pago contribuciones en Jefferson. ¡Tobe! -exclamó llamando al negro-. Muestra la
salida a estos señores.
II
Así pues, la señorita Emilia venció a los regidores que fueron a visitarla del mismo
modo que treinta años antes había vencido a los padres de los mismos regidores, en
aquel asunto del olor. Esto ocurrió dos años después de la muerte de su padre y poco
después de que su prometido -todos creímos que iba a casarse con ella- la hubiera
abandonado. Cuando murió su padre apenas si volvió a salir a la calle; después que su
prometido desapareció, casi dejó de vérsele en absoluto. Algunas señoras que tuvieron
el valor de ir a visitarla, no fueron recibidas; y la única muestra de vida en aquella casa era el criado negro -un hombre joven a la sazón-, que entraba y salía con la cesta del
mercado al brazo.
“Como si un hombre -cualquier hombre- fuera capaz de tener la cocina limpia”,
comentaban las señoras, así que no les extrañó cuando empezó a sentirse aquel olor; y
esto constituyó otro motivo de relación entre el bajo y prolífico pueblo y aquel otro
mundo alto y poderoso de los Grierson.
Una vecina de la señorita Emilia acudió a dar una queja ante el alcalde y juez Stevens,
anciano de ochenta años.
-¿Y qué quiere usted que yo haga? -dijo el alcalde.
-¿Qué quiero que haga? Pues que le envíe una orden para que lo remedie. ¿Es que no
hay una ley?
-No creo que sea necesario -afirmó el juez Stevens-. Será que el negro ha matado alguna
culebra o alguna rata en el jardín. Ya le hablaré acerca de ello.
Al día siguiente, recibió dos quejas más, una de ellas partió de un hombre que le rogó
cortésmente:
-Tenemos que hacer algo, señor juez; por nada del mundo querría yo molestar a la
señorita Emilia; pero hay que hacer algo.
Por la noche, el tribunal de los regidores -tres hombres que peinaban canas, y otro algo
más joven- se encontró con un hombre de la joven generación, al que hablaron del
asunto.
-Es muy sencillo -afirmó éste-. Ordenen a la señorita Emilia que limpie el jardín, denle
algunos días para que lo lleve a cabo y si no lo hace...
-Por favor, señor -exclamó el juez Stevens-. ¿Va usted a acusar a la señorita Emilia de
que huele mal?
Al día siguiente por la noche, después de las doce, cuatro hombres cruzaron el césped
de la finca de la señorita Emilia y se deslizaron alrededor de la casa, como ladrones
nocturnos, husmeando los fundamentos del edificio, construidos con ladrillo, y las
ventanas que daban al sótano, mientras uno de ellos hacía un acompasado movimiento,
como si estuviera sembrando, metiendo y sacando la mano de un saco que pendía de su
hombro. Abrieron la puerta de la bodega, y allí esparcieron cal, y también en las
construcciones anejas a la casa. Cuando hubieron terminado y emprendían el regreso,
detrás de una iluminada ventana que al llegar ellos estaba oscura, vieron sentada a la
señorita Emilia, rígida e inmóvil como un ídolo. Cruzaron lentamente el prado y
llegaron a los algarrobos que se alineaban a lo largo de la calle. Una semana o dos más
tarde, aquel olor había desaparecido.
Así fue cómo el pueblo empezó a sentir verdadera compasión por ella. Todos en la
ciudad recordaban que su anciana tía, lady Wyatt, había acabado completamente loca, y
creían que los Grierson se tenían en más de lo que realmente eran. Ninguno de nuestros jóvenes casaderos era bastante bueno para la señorita Emilia. Nos habíamos
acostumbrado a representarnos a ella y a su padre como un cuadro. Al fondo, la esbelta
figura de la señorita Emilia, vestida de blanco; en primer término, su padre, dándole la
espalda, con un látigo en la mano, y los dos, enmarcados por la puerta de entrada a su
mansión. Y así, cuando ella llegó a sus 30 años en estado de soltería, no sólo nos
sentíamos contentos por ello, sino que hasta experimentamos como un sentimiento de
venganza. A pesar de la tara de la locura en su familia, no hubieran faltado a la señorita
Emilia ocasiones de matrimonio, si hubiera querido aprovecharlas..
Cuando murió su padre, se supo que a su hija sólo le quedaba en propiedad la casa, y en
cierto modo esto alegró a la gente; al fin podían compadecer a la señorita Emilia. Ahora
que se había quedado sola y empobrecida, sin duda se humanizaría; ahora aprendería a
conocer los temblores y la desesperación de tener un céntimo de más o de menos.
Al día siguiente de la muerte de su padre, las señoras fueron a la casa a visitar a la
señorita Emilia y darle el pésame, como es costumbre. Ella, vestida como siempre, y sin
muestra ninguna de pena en el rostro, las puso en la puerta, diciéndoles que su padre no
estaba muerto. En esta actitud se mantuvo tres días, visitándola los ministros de la
Iglesia y tratando los doctores de persuadirla de que los dejara entrar para disponer del
cuerpo del difunto. Cuando ya estaban dispuestos a valerse de la fuerza y de la ley, la
señorita Emilia rompió en sollozos y entonces se apresuraron a enterrar al padre.
No decimos que entonces estuviera loca. Creímos que no tuvo más remedio que hacer
esto. Recordando a todos los jóvenes que su padre había desechado, y sabiendo que no
le había quedado ninguna fortuna, la gente pensaba que ahora no tendría más remedio
que agarrarse a los mismos que en otro tiempo había despreciado.
III
La señorita Emilia estuvo enferma mucho tiempo. Cuando la volvimos a ver, llevaba el
cabello corto, lo que la hacía aparecer más joven que una muchacha, con una vaga
semejanza con esos ángeles que figuran en los vidrios de colores de las iglesias, de
expresión a la vez trágica y serena...
Por entonces justamente la ciudad acababa de firmar los contratos para pavimentar las
calles, y en el verano siguiente a la muerte de su padre empezaron los trabajos. La
compañía constructora vino con negros, mulas y maquinaria, y al frente de todo ello, un
capataz, Homer Barron, un yanqui blanco de piel oscura, grueso, activo, con gruesa voz
y ojos más claros que su rostro. Los muchachillos de la ciudad solían seguirlo en
grupos, por el gusto de verlo renegar de los negros, y oír a éstos cantar, mientras
alzaban y dejaban caer el pico. Homer Barren conoció en seguida a todos los vecinos de
la ciudad. Dondequiera que, en un grupo de gente, se oyera reír a carcajadas se podría
asegurar, sin temor a equivocarse, que Homer Barron estaba en el centro de la reunión.
Al poco tiempo empezamos a verlo acompañando a la señorita Emilia en las tardes del
domingo, paseando en la calesa de ruedas amarillas o en un par de caballos bayos de
alquiler...
Al principio todos nos sentimos alegres de que la señorita Emilia tuviera un interés en la
vida, aunque todas las señoras decían: “Una Grierson no podía pensar seriamente en
unirse a un hombre del Norte, y capataz por añadidura.” Había otros, y éstos eran los más viejos, que afirmaban que ninguna pena, por grande que fuera, podría hacer olvidar
a una verdadera señora aquello de noblesse oblige -claro que sin decir noblesse obligey
exclamaban:
“¡Pobre Emilia! ¡Ya podían venir sus parientes a acompañarla!”, pues la señorita Emilia
tenía familiares en Alabama, aunque ya hacía muchos años que su padre se había
enemistado con ellos, a causa de la vieja lady Wyatt, aquella que se volvió loca, y desde
entonces se había roto toda relación entre ellos, de tal modo que ni siquiera habían
venido al funeral.
Pero lo mismo que la gente empezó a exclamar: “¡Pobre Emilia!”, ahora empezó a
cuchichear: “Pero ¿tú crees que se trata de...?” “¡Pues claro que sí! ¿Qué va a ser, si
no?”, y para hablar de ello, ponían sus manos cerca de la boca. Y cuando los domingos
por la tarde, desde detrás de las ventanas entornadas para evitar la entrada excesiva del
sol, oían el vivo y ligero clop, clop, clop, de los bayos en que la pareja iba de paseo,
podía oírse a las señoras exclamar una vez más, entre un rumor de sedas y satenes:
“¡Pobre Emilia!”
Por lo demás, la señorita Emilia seguía llevando la cabeza alta, aunque todos creíamos
que había motivos para que la llevara humillada. Parecía como si, más que nunca,
reclamara el reconocimiento de su dignidad como última representante de los Grierson;
como si tuviera necesidad de este contacto con lo terreno para reafirmarse a sí misma en
su impenetrabilidad. Del mismo modo se comportó cuando adquirió el arsénico, el
veneno para las ratas; esto ocurrió un año más tarde de cuando se empezó a decir:
“¡Pobre Emilia!”, y mientras sus dos primas vinieron a visitarla.
-Necesito un veneno -dijo al droguero. Tenía entonces algo más de los 30 años y era aún
una mujer esbelta, aunque algo más delgada de lo usual, con ojos fríos y altaneros
brillando en un rostro del cual la carne parecía haber sido estirada en las sienes y en las
cuencas de los ojos; como debe parecer el rostro del que se halla al pie de una farola.
-Necesito un veneno -dijo.
-¿Cuál quiere, señorita Emilia? ¿Es para las ratas? Yo le recom...
-Quiero el más fuerte que tenga -interrumpió-. No importa la clase.
El droguero le enumeró varios.
-Pueden matar hasta un elefante. Pero ¿qué es lo que usted desea. . .?
-Quiero arsénico. ¿Es bueno?
-¿Que si es bueno el arsénico? Sí, señora. Pero ¿qué es lo que desea...?
-Quiero arsénico.
El droguero la miró de abajo arriba. Ella le sostuvo la mirada de arriba abajo, rígida, con
la faz tensa. -¡Sí, claro -respondió el hombre-; si así lo desea! Pero la ley ordena que hay que decir
para qué se va a emplear.
La señorita Emilia continuaba mirándolo, ahora con la cabeza levantada, fijando sus
ojos en los ojos del droguero, hasta que éste desvió su mirada, fue a buscar el arsénico y
se lo empaquetó. El muchacho negro se hizo cargo del paquete. E1 droguero se metió en
la trastienda y no volvió a salir. Cuando la señorita Emilia abrió el paquete en su casa,
vio que en la caja, bajo una calavera y unos huesos, estaba escrito: “Para las ratas”.
IV
Al día siguiente, todos nos preguntábamos: “¿Se irá a suicidar?” y pensábamos que era
lo mejor que podía hacer. Cuando empezamos a verla con Homer Barron, pensamos:
“Se casará con él”. Más tarde dijimos: “Quizás ella le convenga aún”, pues Homer, que
frecuentaba el trato de los hombres y se sabía que bebía bastante, había dicho en el Club
Elks que él no era un hombre de los que se casan. Y repetimos una vez más: “¡Pobre
Emilia!” desde atrás de las vidrieras, cuando aquella tarde de domingo los vimos pasar
en la calesa, la señorita Emilia con la cabeza erguida y Homer Barron con su sombrero
de copa, un cigarro entre los dientes y las riendas y el látigo en las manos cubiertas con
guantes amarillos....
Fue entonces cuando las señoras empezaron a decir que aquello constituía una desgracia
para la ciudad y un mal ejemplo para la juventud. Los hombres no quisieron tomar parte
en aquel asunto, pero al fin las damas convencieron al ministro de los bautistas -la
señorita Emilia pertenecía a la Iglesia Episcopal- de que fuera a visitarla. Nunca se supo
lo que ocurrió en aquella entrevista; pero en adelante el clérigo no quiso volver a oír
nada acerca de una nueva visita. El domingo que siguió a la visita del ministro, la pareja
cabalgó de nuevo por las calles, y al día siguiente la esposa del ministro escribió a los
parientes que la señorita Emilia tenía en Alabama....
De este modo, tuvo a sus parientes bajo su techo y todos nos pusimos a observar lo que
pudiera ocurrir. Al principio no ocurrió nada, y empezamos a creer que al fin iban a
casarse. Supimos que la señorita Emilia había estado en casa del joyero y había
encargado un juego de tocador para hombre, en plata, con las iniciales H.B. Dos días
más tarde nos enteramos de que había encargado un equipo completo de trajes de
hombre, incluyendo la camisa de noche, y nos dijimos: “Van a casarse” y nos sentíamos
realmente contentos. Y nos alegrábamos más aún, porque las dos parientas que la
señorita Emilia tenía en casa eran todavía más Grierson de lo que la señorita Emilia
había sido....
Así pues, no nos sorprendimos mucho cuando Homer Barron se fue, pues la
pavimentación de las calles ya se había terminado hacía tiempo. Nos sentimos, en
verdad, algo desilusionados de que no hubiera habido una notificación pública; pero
creímos que iba a arreglar sus asuntos, o que quizá trataba de facilitarle a ella el que
pudiera verse libre de sus primas. (Por este tiempo, hubo una verdadera intriga y todos
fuimos aliados de la señorita Emilia para ayudarla a desembarazarse de sus primas). En
efecto, pasada una semana, se fueron y, como esperábamos, tres días después volvió
Homer Barron. Un vecino vio al negro abrirle la puerta de la cocina, en un oscuro
atardecer.... Y ésta fue la última vez que vimos a Homer Barron. También dejamos de ver a la
señorita Emilia por algún tiempo. El negro salía y entraba con la cesta de ir al mercado;
pero la puerta de la entrada principal permanecía cerrada. De vez en cuando podíamos
verla en la ventana, como aquella noche en que algunos hombres esparcieron la cal;
pero casi por espacio de seis meses no fue vista por las calles. Todos comprendimos
entonces que esto era de esperar, como si aquella condición de su padre, que había
arruinado la vida de su mujer durante tanto tiempo, hubiera sido demasiado virulenta y
furiosa para morir con él....
Cuando vimos de nuevo a la señorita Emilia había engordado y su cabello empezaba a
ponerse gris. En pocos años este gris se fue acentuando, hasta adquirir el matiz del
plomo. Cuando murió, a los 74 años, tenía aún el cabello de un intenso gris plomizo, y
tan vigoroso como el de un hombre joven....
Todos estos años la puerta principal permaneció cerrada, excepto por espacio de unos
seis o siete, cuando ella andaba por los 40, en los cuales dio lecciones de pintura china.
Había dispuesto un estudio en una de las habitaciones del piso bajo, al cual iban las
hijas y nietas de los contemporáneos del coronel Sartoris, con la misma regularidad y
aproximadamente con el mismo espíritu con que iban a la iglesia los domingos, con una
pieza de ciento veinticinco para la colecta.
Entretanto, se le había dispensado de pagar las contribuciones.
Cuando la generación siguiente se ocupó de los destinos de la ciudad, las discípulas de
pintura, al crecer, dejaron de asistir a las clases, y ya no enviaron a sus hijas con sus
cajas de pintura y sus pinceles, a que la señorita Emilia les enseñara a pintar según las
manidas imágenes representadas en las revistas para señoras. La puerta de la casa se
cerró de nuevo y así permaneció en adelante. Cuando la ciudad tuvo servicio postal, la
señorita Emilia fue la única que se negó a permitirles que colocasen encima de su puerta
los números metálicos, y que colgasen de la misma un buzón. No quería ni oír hablar de
ello.
Día tras día, año tras año, veíamos al negro ir y venir al mercado, cada vez más canoso
y encorvado. Cada año, en el mes de diciembre, le enviábamos a la señorita Emilia el
recibo de la contribución, que nos era devuelto, una semana más tarde, en el mismo
sobre, sin abrir. Alguna vez la veíamos en una de las habitaciones del piso bajo -
evidentemente había cerrado el piso alto de la casa- semejante al torso de un ídolo en su
nicho, dándose cuenta, o no dándose cuenta, de nuestra presencia; eso nadie podía
decirlo. Y de este modo la señorita Emilia pasó de una a otra generación, respetada,
inasequible, impenetrable, tranquila y perversa.
Y así murió. Cayo enferma en aquella casa, envuelta en polvo y sombras, teniendo para
cuidar de ella solamente a aquel negro torpón. Ni siquiera supimos que estaba enferma,
pues hacía ya tiempo que habíamos renunciado a obtener alguna información del negro.
Probablemente este hombre no hablaba nunca, ni aun con su ama, pues su voz era ruda
y áspera, como si la tuviera en desuso.
Murió en una habitación del piso bajo, en una sólida cama de nogal, con cortinas, con la
cabeza apoyada en una almohada amarilla, empalidecida por el paso del tiempo y la
falta de sol. V
El negro recibió en la puerta principal a las primeras señoras que llegaron a la casa, las
dejó entrar curioseándolo todo y hablando en voz baja, y desapareció. Atravesó la casa,
salió por la puerta trasera y no se volvió a ver más. Las dos primas de la señorita Emilia
llegaron inmediatamente, dispusieron el funeral para el día siguiente, y allá fue la
ciudad entera a contemplar a la señorita Emilia yaciendo bajo montones de flores, y con
el retrato a lápiz de su padre colocado sobre el ataúd, acompañada por las dos damas
sibilantes y macabras. En el balcón estaban los hombres, y algunos de ellos, los más
viejos, vestidos con su cepillado uniforme de confederados; hablaban de ella como si
hubiera sido contemporánea suya, como si la hubieran cortejado y hubieran bailado con
ella, confundiendo el tiempo en su matemática progresión, como suelen hacerlo las
personas ancianas, para quienes el pasado no es un camino que se aleja, sino una vasta
pradera a la que el invierno no hace variar, y separado de los tiempos actuales por la
estrecha unión de los últimos diez años.
Sabíamos ya todos que en el piso superior había una habitación que nadie había visto en
los últimos cuarenta años y cuya puerta tenía que ser forzada. No obstante esperaron,
para abrirla, a que la señorita Emilia descansara en su tumba.
Al echar abajo la puerta, la habitación se llenó de una gran cantidad de polvo, que
pareció invadirlo todo. En esta habitación, preparada y adornada como para una boda,
por doquiera parecía sentirse como una tenue y acre atmósfera de tumba: sobre las
cortinas, de un marchito color de rosa; sobre las pantallas, también rosadas, situadas
sobre la mesa-tocador; sobre la araña de cristal; sobre los objetos de tocador para
hombre, en plata tan oxidada que apenas se distinguía el monograma con que estaban
marcados. Entre estos objetos aparecía un cuello y una corbata, como si se hubieran
acabado de quitar y así, abandonados sobre el tocador, resplandecían con una pálida
blancura en medio del polvo que lo llenaba todo. En una silla estaba un traje de hombre,
cuidadosamente doblado; al pie de la silla, los calcetines y los zapatos.
El hombre yacía en la cama..
Por un largo tiempo nos detuvimos a la puerta, mirando asombrados aquella apariencia
misteriosa y descarnada. El cuerpo había quedado en la actitud de abrazar; pero ahora el
largo sueño que dura más que el amor, que vence al gesto del amor, lo había aniquilado.
Lo que quedaba de él, pudriéndose bajo lo que había sido camisa de dormir, se había
convertido en algo inseparable de la cama en que yacía. Sobre él, y sobre la almohada
que estaba a su lado, se extendía la misma capa de denso y tenaz polvo.
Entonces nos dimos cuenta de que aquella segunda almohada ofrecía la depresión
dejada por otra cabeza. Uno de los que allí estábamos levantó algo que había sobre ella
e inclinándonos hacia delante, mientras se metía en nuestras narices aquel débil e
invisible polvo seco y acre, vimos una larga hebra de cabello gris

Verde que te quiero verde



—Cada uno en su lugar: tú, al junco; tú al estanque bajo los nenúfares —ululó el búho desde la rama más alta del chopo.
—¡No! Yo quiero vivir con Cancionero en el estanque. Bañarme, cantar con él, cuidar de sus alevines...—dijo la mantis sacudiendo con coquetería las antenas como si fueran alas de mariposa.
—Lo que no puede ser, no puede ser y además es imposible —sentenció el señor del bosque.
—¿Y yo? ¿No puedo mudarme al junco? —preguntó el sapo cambiando el color verde parduzco de sus mofletes por un rubor que brillaba como si se hubiera tragado dos luciérnagas.
—Pero  ¡sapo de Dios!, ¡¿ cómo vas a a vivir en el junco?! Lo doblarías con tu peso y Teresa se ahogaría. ¡Ay!, habéis tenido mala suerte...Sois una de esas parejas de amantes a la que solo le es permitido el amor platónico. Pero animaos, si permanecéis  fieles a vosotros mismos, algún día, alguien escribirá vuestra historia y os hará inmortales.
—¡Pues vaya consuelo! — croó el sapo.
—Encima, utilizados —apuntó la mantis— .Reclamo mi derecho a la intimidad y exijo que mi imagen no se use sin mi consentimiento.
—También yo —, añadió el sapo moviendo sus ojos de globo que parecían volar hacia su enamorada.
—El vuestro es un amor contranatura. Si Teresa viviese contigo cuando te poseyera el hambre te la comerías, Cancionero.
—O yo a él. Eso es asunto nuestro — protestó  la mantis —. Pareces un pájaro de mal agüero en lugar de un ave sabia.
—Hay un orden natural y tiene que ser respetado.
—Por eso mismo: si lo natural es que el sapo se alimente de mantis  religiosas no debes ser tú quién se interponga—razonó Teresa, cruzando una antena con otra y mirando con uno de sus hexágonos visuales a Cancionero que saltó de alegría hasta caer del nenúfar.
—¡Cáspita! Tienes razón. Bien, allá vosotros —concedió el búho emprendiendo el vuelo hacia otro árbol.

Cancionero se transformó en un sapo vegetariano y Teresa en una mantis nunca satisfecha. Así pudieron amarse, contra el orden natural, durante toda su vida.

Marusela Talbé


Reglas de Kurt Vonnegut para escribir un cuento

Sigo con algunas traducciones. Neil Gaiman puso el viernes en su blog (o en su tumblr, no recuerdo bien) las Reglas de Kurt Vonnegut para escribir un cuento. Más que reglas, son sugerencias. De hecho, no estoy tan de acuerdo con la última, es cosa de gustos y del tipo de historia. Sin embargo, el resto me parece que se aplica a todo.
Acá se las dejo en español.
Reglas de Kurt Vonnegut para un cuento
1.     Usa el tiempo de un complete extraño de tal modo que él o ella no sientan que fue un tiempo perdido.
2.     Dale al lector al menos un personaje al cual pueda alentar.
3.     Cada personaje debe querer algo, aunque sea un vaso de agua.
4.     Cada oración debe hacer alguna de estas dos cosas: mostrar personaje o avanzar la acción.
5.     Comienza tan cerca del final como sea posible.
6.     Sé un sádico. No importa cuan inocentes o dulces sean tus personajes principales, haz que les pasen cosas horrorosas, de modo que el lector pueda ver de qué están hechos.
7.     Escribe para agradar sólo a una persona. Si abres la ventana y le haces el amor al mundo, por decirlo de algún modo, a tu historia le va a dar neumonía.
8.     Dale a tus lectores tanta información tan pronto como sea posible. A la mierda con el suspenso. Los lectores deben tener un entendimiento tan completo de qué está sucediendo, donde y por qué, que ellos podrían terminar la historia por si mismos, si las cucarachas se comieran las últimas páginas.

Obtenido del blog "escribe sobre lo que sabes"

sábado, 15 de noviembre de 2014

Aún queda luz

Por la comarcal traquetea una camioneta en el atardecer de agosto. El conductor, capataz de la hacienda La Venturosa, lleva a la propiedad a doña Soledad Ana, sobrina del viejo Martín Martín dueño de la finca.

La mujer se ha recolocado el sombrero varias veces queriendo escapar del sol. Suspira con languidez. Saca un pañuelo festoneado de encaje de su bolsa de mano y lo pasa por la nuca y la frente con disimulo. Entrecierra los ojos y se pregunta por qué se le ocurrió venir al fin del mundo. La herencia, sí; la carta del administrador del tío Martín, claro; su sentido de la responsabilidad, sobre todo eso. Atravesar el país. Todo por una granja qué solo Dios sabía de qué le iba a servir, piensa contemplando sus manos de piel fina y los dedos desnudos de alianza.

La carretera terminó hacía un rato. Ahora, el camino polvoriento atraviesa una zona llana y desértica cuyo fin es el horizonte. Algo oscuro, de forma irregular llama su atención. Lo señala al capataz. El hombre carraspea.

─Serán hijos de la mujer que vive en el chamizo. Tiene cinco o seis. Los deja ahí de vez en cuando. Espera que alguien los recoja.

La respuesta de Soledad Ana queda suspendida al borde de los labios marchitos. En ese momento pasan por delante del bulto: dos niños de pelo revuelto sentados sobre una manta deshilachada. Mira con desconcierto al hombre que conduce.

─ Señora, antes que verlos morir de hambre prefiere que se los lleven. Dice que se le ocurrió al ver que una carreta recogió a un perro que se había tendido en el erial.

─Regrese.

─Mejor seguimos. Esto le viene grande, dicho sea con todo respeto. Además, no queda mucha luz y la necesitamos para llegar a la hacienda. Las últimas lluvias destrozaron el camino…

─Quiero hablar con ella.

El capataz resopla, pero da la vuelta. Se detiene ante los niños que los observan con ojos imperturbables.

Al empujar la puerta de la choza se oye rechinar las bisagras oxidadas como el graznido de un pájaro cortando el aire. En el centro de la pieza una mujer mugrienta apila hojas y ramas; se incorpora y encuentra la mirada de la forastera.

─Tengo seis hijos, no puedo alimentarlos. Llévese alguno ─dice a bocajarro─.  La Beneficencia me acogió dos, pero no más.

Soledad Ana se espanta: un catre, dos orzas, un cubo y un balde de hojalata, y una estera en el suelo arenoso donde se apretujan unas criaturas. “Alguien tiene que ayudarla”, dice hablando para sí. La mujer clavándole la mirada, ruega   “Llévese a estos dos. Ayúdeme usted ya que está aquí”.

El capataz cruza los brazos sobre el pecho y observa a la señora. Se lo advertí ―parece decirle―. Sí, prométale que hará gestiones, que volverá en una semana. Mejor eso. Aunque usted no logrará nada porque ella lo intentó todo. Y es más mujer que usted, señora, dicho sea con todo respeto.

En los siguientes días, Soledad Ana visita al administrador de la propiedad y cuenta la historia. “Qué barbaridad, siento que haya tenido que ver eso nada más llegar a nuestro pueblo. Muy triste. Pero es el Estado el que debe ocuparse. Nadie puede apropiarse de unos niños así como así, como si fueran…pajarillos caídos del nido. ¿A usted no se le habrá pasado por la cabeza, verdad? No, claro que no. Son seres humanos, los dos lo sabemos”.

Tras solicitar audiencia logra que un funcionario del Estado la reciba. “Conocemos el caso, por supuesto. Esa mujer siempre ha vivido así. Allí la parió su madre y allí se quedó. Lástima por los chiquillos, pero saldrán adelante como lo hizo ella”, sentencia el hombre.

Esa tarde, Soledad Ana pasea por la hacienda, cabizbaja a veces, mirando al horizonte otras. Este lugar extraño, perdido en mitad de la nada. Para qué lo quiero. Tal vez crear un lugar de retiro espiritual.  Tal vez organizar una casa de acogida, una escuela. Si don Cástulo quisiera venir aquí sería diferente. Bendito sea el padrecito, mi guía, mi amor Dios me perdone. Pero no dejará la feligresía, lo sé. Yo tendría que renunciar  al bien que hacemos, a las visitas a los enfermos, a las catequesis, a nuestras lecturas del Martirologio. No, a la noche diré al administrador que no viviré en La Venturosa.

“En ese caso no heredará la propiedad porque esa es la condición impuesta por su tío, en paz descanse. Pasará al Estado”.  “Haga lo que tenga que hacer, pero mañana regreso.” A qué esperar más, cada día aquí es día perdido.

De nuevo en la camioneta intenta concentrarse en que dirá a la mujer que la espera, pero le resulta difícil: cuanto más se acorta la distancia más la posee un comezón como el que siente cuando la linchan los mosquitos. El capataz la mira de reojo con media sonrisa. Sí, él sabía. De alguna manera supo que si hubiese sido ella la conductora habría pasado de largo. Soledad Ana desciende con ímpetu del vehículo y cierra la portezuela con un golpe que lo hace tambalear.

La puerta de la choza cede como la otra vez. Un cuchillo de luz ilumina la pared de barro y cañas y ve a la mujer tendida en el catre y a los niños sentados alrededor. Se levantan los dos más grandes, la agarran cada uno de una mano y tiran de ella. Creía que la madre dormía hasta que se fija en la tierra empapada por algo oscuro y amorfo bajo el camastro. Indica al capataz que abra la puerta por completo: la palidez del rostro, los labios blanquecinos, la postración, la hendidura bordeada de rojo oscuro medio oculta entre los pliegues del refajo.

El capataz se acerca liando un cigarro, carraspea, “Siempre fue luchadora. Ya lo consiguió. El Estado se ocupará”.

Marusela Talbé




martes, 11 de noviembre de 2014

Clasificación de textos según el número de palabras

Según Science Fiction and Fantasy Writers of America, responsable de los premios Nébula 


Novela
Sobre 40.000 palabras

Novela Corta
17.500 a 40.000 palabras

Novelette
7.500 a 17.500 palabras

Cuento
Menos de 7.500 palabras

Pero existen otras clasificaciones La inglesa, por ejemplo, considera:


Novela entre 40.000 y 150.000 palabras

Novela corta entre 7.000 y 40.000 palabras

Cuento entre 2.000 y 7.500 palabras

Cuento corto menos de 2.000 palabras

Ficción flash menos de 1.000 palabras

domingo, 9 de noviembre de 2014

Sin título




Cuántas palabras contenidas en esas hojas, cuántas vivencias, realidades y mentiras. Como en las personas. Como en mí. Libros y gentes, ¿no serán la misma cosa? -se preguntaba el hombre sentado ante la biblioteca-. No, viejo, ellos son eternos.


El gran Borges

¡Atención! Microcirugía a cuentos. Realizada por su creador.


http://dreamers.com/manuscritos/docs/manuales/manual029.htm


Una Perla : Definición de Cuento

Enrique Anderson Imbert fue uno de los mejores críticos y narradores de Argentina. Gran enamorado de la literatura, en su libro Teoría y técnica del cuento el viejo profesor nos dejó una magistral enseñanza acerca de qué es un relato. Aquí va:

“El cuento vendría a ser una narración breve en prosa que, por mucho que se apoye en un suceder real, revela siempre la imaginación de un narrador individual. La acción –cuyos agentes son hombres, animales humanizados o cosas animadas- consta de una serie de acontecimientos entretejidos en una trama donde las tensiones y distensiones, graduadas para mantener en suspenso el ánimo del lector, terminan por resolverse en un desenlace estéticamente satisfactorio”.

Revisemos juntos algunos conceptos clave que encierra la segunda parte de la definición:

(La acción) “consta de una serie de acontecimientos”, en los cuentos pasan cosas. Se muestran acciones y personajes que las llevan a cabo. En la descripción en prosa de un paisaje pesadillesco no hay historia hasta que no sobrevenga la pesadilla con sus oscuros hechos y los personajes que lo sufren.

“entretejidos en una trama” esas cosas que pasan forman una urdimbre compacta, una trama de hilos argumentales que, enlazados, van configurando la tela, la textura del texto.

“donde las tensiones y las distensiones”, esta noción es fundamental, cuando a un personaje le pasan cosas, su mundo se altera: se produce un juego de tironeos argumentales que los afectan a él y a su entorno. En medio de esos zarandeos, vemos agonizar (luchar, en griego) a los protagonistas.

“graduadas para mantener en suspenso el ánimo del lector”, el juego de tensiones e intensidades va creciendo de manera tal que no podemos dejar de leer el cuento. Por eso decimos que una buena historia “nos va atrapando”. Parece una metáfora pero es real: el ánimo del lector queda suspendido –“colgado”-hasta la próxima página o renglón.

“terminan por resolverse en un desenlace”. Tarde o temprano, toda sucesión de hechos concluye. Siempre hay una resolución, aun cuando no haya desenlace argumental o el final del cuento quede “abierto”. Las tensiones terminan por distenderse, para bien o para mal de los protagonistas.

“estéticamente satisfactorio”, esa resolución es apropiada cuando satisface nuestro apetito por la belleza. Advertencia: un cuento de espantoso final resulta estéticamente satisfactorio, si bien no “moralmente satisfactorio”.

Básicamente, toda buena historia es una estructura en la que intervienen cuatro momentos bien diferenciados:
Situación inicial: es la que cuenta el estado de las cosas, el ámbito en el que se desarrollará la narración. Es todo lo que sucede previamente al verdadero comienzo de la historia.
Situación número dos o disparador: algo o alguien interfiere en la situación inicial. Lo nuevo y lo inesperado se presentan y atacan el imperante estado de cosas.
Conflicto: del choque de la situación número dos con la situación inicial resulta, siempre, una contrariedad, una dificultad, una traba. A todos esos fenómenos que amenazan cambiar la vida de los protagonistas se los llama, técnicamente, conflictos. Cambian la vida de los personajes tanto para mal como para bien; la situación inicial no tiene por qué ser siempre sosegada y apacible. Supongamos una novela que comienza en un campo de concentración y que describe en sus primeras páginas la horrible miseria de las víctimas y el sadismo de los victimarios (situación inicial). En los siguientes capítulos, una nueva prisionera entre en escena y el jefe del campo se enamora de ella (situación número dos o disparador). ¿Qué debe hacer ese comandante? ¿Ceder al deber y terminar con la vida de su amada o dejarse ganar por el amor? (conflicto). Es el juego de tensiones y distensiones del que hablaba Anderson Imbert.
Resolución: esas tensiones y distensiones tienen que resolverse de algún modo. Las cosas tomarán determinada dirección y desembocarán en una situación de la que no se puede regresar: el final. Ubicado ante el conflicto, el jefe del campo tiene tres posibilidades, como siempre nos sucede a todos en la vida cuando debemos enfrentarnos a situaciones que nos mueven el piso: a)huir; b) pelear; c) adaptarse.



Material extraído del libro "Atreverse a escribir" Marcelo di Marco y Nomi Penzik

Para escribir cuentos, Flannery O'connor

Absolutamente recomendable, no os lo perdaís:


http://cdigital.uv.mx/bitstream/123456789/1795/2/199074P99.pdf

viernes, 7 de noviembre de 2014

La razón número diez

Sentada sobre la sucia manta verde, frente al súper, le sonrió tras la taza humeante.
—No. Nadie me echaría de menos.
—Ok. Si los otros nueve no lo hacen, yo sí.
—Tú no cuentas, te piras mañana.
—Pero hoy estoy aquí. —Se sentó en el suelo abrazándose las piernas—. Hablando contigo.
—¿De qué?
—No sé, ¿de qué te apetece?
—Ayer se me acercó un extranjero, ¿sabes? Y me trajo un sándwich de pollo, un refresco de naranja y una bolsa de patatas fritas —los dos rieron— y esta mañana ha aparecido con un café...

Pablogsgm

El embrujo de Shangai

Desde su tenderete junto a la verja, Juan y Finito habían establecido con la niña enferma una relación muda y afectiva, un código risueño de señales y referencias, y a menudo le prestaban tebeos y novelitas y la proveían de hojas de eucalipto para la olla. La madre de Susana solía aparecer en el jardín para enviar a uno de ellos a comprar fruta, o al carbonero, o al panadero, y cuando por la tarde se iba al cine les pedía que vigilaran para que no entrara nadie en el jardín. Algunas veces me paré a hojear novelas en el tenderete y podía ver a Susana levantarse de la cama y saludar a sus guardianes desde el otro lado de los cristales con una sonrisa triste y agitando la mano.

Un atardecer inhóspito que pasé por la calle de las Camelias cuando los Chacón ya se habían ido, seguramente atosigados por el frío y la neblina que barría la calle y desdibujaba el jardín y la torre, me pareció ver una mancha rosada girando como una peonza detrás de la vidriera, junto a la cama, y era la niña tísica que bailaba abrazada a su almohada. Fue solo un momento, enseguida se dejó caer de espaldas sobre el lecho, luego se incorporó y vi con claridad su mano limpiando el vaho del cristal y seguidamente su cara pegada a él pálida y remota, mirándome como si flotara en el interior de una burbuja. Pero creo que no me vio, porque agité mi mano y no respondió al saludo, y la cálida atmósfera de la galería no tardó en empañar nuevamente el cristal hasta emborronar su rostro.


Juan Marsé.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Entrevista a Andrés Neuman


El Pasado No Es Entretenido, Sino Revelador. Julio 14, 2009


"... Y si lo hice fue porque, por un lado, el mayor acto de justicia era terminarla para poder dedicársela a mi madre, y, por otra parte, ya que no había podido salvar a mi madre, era una tremenda pena dejar morir a los personajes del libro. Y bueno, la ficción tiene ese poder de resurrección no de los seres que tú amas, pero sí de las emociones que los rodean."

Andrés Neuman

Odisea de las castañas



Cuando Guille dio la vuelta a la esquina ya no volvió a ver a Luisito por ningún lado, la plaza estaba concurrida pero ni rastro de aquel pequeñajo, que como siempre, después de provocarle, se le había escurrido como una lagartija entre las calles y los soportales.

Mortificar a Guillermo Robledo De los Robledales, era el más divertido de los juegos para Luis, que no desaprovechaba ocasión cada vez que se lo cruzaba por el barrio:

― ¡Eh, gafotas! ¡Estirao que te pisas la corbatita!

― ¡Cara huevo! ¡Cara huevo!

De nada le servían al niño Robledo sus trece abriles ni sus largas y escuálidas piernas, aquel mocoso de nueve años era su peor pesadilla; menudo y ligero como un gorrión, Luisito siempre se le escapaba, o se camuflaba con el entorno como un camaleón o simplemente desaparecía por arte de birlibirloque.

¡Demonio de crio! Aquella tarde no encontró mejor escondite que tras el puesto de castañas, y ¡Virgen de los Castaños! junto a un saco lleno de castañas, gordas y duras como pelotas de caucho. Con la rapidez de una ardilla, sin que la castañera se apercibiera de nada, se llenó los bolsillos y bien abastecido de munición se pertrechó tras el quiosco de prensa. Cuando la cara de Guille no hizo más que aparecer por el chaflán, mirando a uno y otro lado: ¡Zaca! ¡castañazo! ¡en plena frente! pues no tenia puntería Luisito ni nada, tan entrenado como estaba en tales ofensivas.

El pobre de Guille no supo ni por dónde le venían los tiros. Seguía cabeceando con su cuello de ánade en todas las direcciones buscando a su torturador, cuando un nuevo proyectil le dio en mitad de la espalda. Se volvió y vio la castaña en el suelo, la recogió, la miró con atención y aunque el chico no era muy avispado, logró relacionar la extraña munición con el puesto de la castañera, así que se dirigió hacia allí relamiéndose de gusto:

― ¡Esta vez te pillo, listillo! ¡Te vas a enterar!

Pero en ese momento un silbido junto a su oreja le advirtió de que, esta vez el lanzamiento no había hecho diana en su persona y además le vino por la retaguardia, así que se volvió intrigado:

― ¿Humm? pero entonces ¿Dónde estás? ¡maldito gusano!

Y así fue como no se dio cuenta, de que esta vez el proyectil hizo impacto en un tranquilo viandante, que caminaba en avanzadilla ajeno a aquella conflagración. Según se dio la vuelta el buen hombre, se encontró con la expresión anonadada de Guille que aun sujetaba la castaña en la mano. Ambos se miraron, el señor con mirada desafiante y el chico sin saber donde mirar. Por suerte para el pequeño Robledo de los Robledales, justo en ese momento, una andanada de castañas volantes pasó rauda junto a ellos, alcanzando a algún que otro transeúnte. Cuando unos y otros quisieron reaccionar, el listillo de Luisito, que estaba disfrutando más que con sus videojuegos, ya había cambiado de atrincheramiento y reanudaba su ataque desde un nuevo ángulo.

En cosa de unos minutos la plaza se vio colapsada por una lluvia meteórica de castañas y un montón de ciudadanos sorprendidos, que miraban en todas direcciones sin saber que estaba ocurriendo. Unos se resguardaban poniéndose el antebrazo sobre la cabeza, otros se agachaban tras una de las papeleras, las señoras se parapetaban tras los caballeros, y los niños reían y se sumaban a aquella fantástica “guerra de las castañas”, de la que se habló durante mucho tiempo en el colegio.

Cuando tras la inesperada emboscada, algunos empezaron a reaccionar y se dieron cuenta de que se trataba de castañas, se dirigieron todos a una, y sin haberse puesto de acuerdo, hacia el puesto de castañas.

La castañera al verlos venir se puso muy contenta: ― ¡Madre mía, cuanto público hoy! –pensó- pero al fijarse en que todos traían las manos llenas de castañas, se quedó como conmocionada: ―¡Nunca me había ocurrido tal cosa, normalmente las castañas las pongo yo!

Cuando la situación se medio tranquilizó, pues todos a la vez se demandaban explicaciones los unos a los otros, la castañera, que no salía de su asombro, echó un vistazo al saco de sus castañas y viéndolo medio vacío empezó a imaginar lo que había pasado, pero para entonces Luisito ya iba camino de su casa con una sonrisa traviesa dibujada en la cara.


Theru

viernes, 31 de octubre de 2014

Pedro Páramo



"-¿Es usted don Bartolomé? -y no esperó la respuesta. Lanzó aquel grito que bajó hasta los hombres y las mujeres que regresaban de los campos y que los hizo decir: parece ser un aullido humano; pero no parece ser de ningún ser humano.

La lluvia amortigua los ruidos. Se sigue oyendo aún después de todo, granizando sus gotas, hilvanando el hilo de la vida."

Juan Rulfo

Despedida





Alcanzó la maletita de cartón piedra del altillo aupándose sobre las puntas, y restos de hojas de otoño se desprendieron de los zapatos. La apoyó en la cama doble. Del cajón de la cómoda escogió la ropa íntima, el frasco de perfume de violetas, el diario…, tras este apareció ―no lo recordaba― su ramo de novia: un lirio de pétalos transparentes. Exhausto, le vino a la cabeza. Lo depositó sobre la ropa un instante, lo tomó de nuevo, acunándolo fue hacia la ventana, suspiró y lo arrojó por ella.

Marusela Talbé




El fotográfo y la eternidad





«Estaba allí sentada, bien derecha en el banco, mirando de frente. Destacaba sobre los cristales oscuros: rodillas juntas y pies separados formando un triángulo equilátero como dibujado con escuadra y cartabón; a ambos lados de los muslos caía la tela de la falda, alas en reposo de un ave de fuego; sobre esta, en el centro —ante su centro— descansaban las manos con los dedos entrecruzados como en oración. 


Llevaba la chaqueta cerrada con una hilera de botones y el cuello redondo abrazaba la garganta esbelta como la de una garcilla. Era maravillosa. Me di cuenta a la primera ojeada que poseía una simetría bilateral única. Desde los pies, esquinas del triángulo, hasta la cabeza. Sí, también la cabeza. Peinada con raya al medio, la línea blanquecina del cuero cabelludo se convertía en bisectriz y abría el pelo oscuro en mitades sujetas con horquillas cayendo las guedejas, idénticas, sobre los hombros. 


Supe de inmediato que revelaría la imagen en blanco y negro, y dejaría la falda en su color original. Naturalmente, no iba a robar la foto. Me acerqué. Le expliqué que no era un fotógrafo cualquiera —soy uno de los grandes, señor juez, puede comprobarlo fácilmente—. Que pensaba editar un libro con mis mejores obras y que estaría encantado de hacérselo llegar a cambio de una instantánea. Sonrió tímida como una colegiala. Confesó que nunca había posado. Quédese así, le dije, no se mueva. Sencillo. 


Me separé, la tenía centrada en el objetivo. Pero es lo malo de las estaciones, ¿sabe?, un tipo cruzó por delante justo en el momento del disparo, Sorry dijo, y siguió como si nada hubiera ocurrido. Imbécil. Enfocaba de nuevo cuando oí un estrépito. Se aproximaba un grupo de excursionistas que se interpuso entre nosotros por unos minutos.

Pensé que ella habría podido marcharse entre esa manada de gente. Si hubiera sido así yo…Por fortuna, reapareció estática sobre el banco como en un altar. Me dispuse a disparar. Pero al observarla a través del objetivo algo había cambiado. No era la misma. Era vulgar; una joven sosa e impasible. El pulso me tembló. En ese momento lamenté mi precipitación. Me abrumó la posibilidad de que no hubiera elegido a la persona adecuada. Bajé la cámara, la miré acongojado, y entonces me di cuenta, ¡ella había retirado las manos de su falda! No estaban delante de su centro sino que las había colocado, de cualquier manera, sobre el banco. Conseguí serenarme. Aún era posible.

Si usted no es aficionado a la fotografía, señor juez, no lo entenderá, pero imagine tener la ocasión de convertir en eterna la perfección; de suspenderla en el tiempo como una estrella en el infinito. ¡De atrapar lo divino en papel para rescatarlo del olvido cuando quiera! Imagínelo. Hice acopio de paciencia, le expliqué, la coloqué de nuevo, inigualable, en aquel banco. Quedaban solo unos minutos de luz pero, al fin, tenía a la chica y soledad alrededor. ¡Clic! Disparé aunque supe que todo se había ido al garete. Me acerqué y la abofeteé. Sí, es cierto. No lo niego. Y la habría matado con mis propias manos. ¿Sabe qué había hecho? ¡Había girado la cabeza, mirado de reojo y sonreído adoptando una pose coqueta! Incluso sexy. Lo que el objetivo había captado era un rostro torcido, unos labios entreabiertos en desigual sonrisa, el torso doblado y giboso, y las piernas…Adiós simetría. Pobre criatura ridícula. Para colmo había empezado a gritar, a pedir socorro como si yo fuera a…En fin, es joven, aún puede tener oportunidad en manos de otro artista. Ya no en las mías, desde luego, nuestro feeling se perdió. Haga lo que tenga que hacer, señoría, pagaré una multa, realizaré servicios a la comunidad, ...».

—¿Qué sabe de la sexagenaria que apareció estrangulada hace aproximadamente un mes en el aparcamiento de esa misma estación
?

Marusela Talbé

jueves, 30 de octubre de 2014

Claroscuro



―No cambies de acera que ya te ví.

Desde el lado opuesto de la calzada un hombre responde:

―No cambié por ti, compadre. Cambié por la sombra.

―¡Pues claro está! Tú siempre por lo oscuro ―contesta el primero, que lleva sombrero de paja.

―Más oscuro tú que te sombreas de continuo con el ala del jipijapa.

―Pues fíjate como es la cosa que yo con solo este gesto ―dice descubriéndose―, me hallo en plena luz.

―Así me gusta ―dice sonriente el contrincante―, que te descubras cuando te dirijas a mí.

―¡Maldito!

Marusela Talbé

El regalo



El cajero automático parpadeó, saltaron chispas y empezó a escupir cientos de billetes. Tú que paseabas al perro con desgana y que con docilidad sucumbías ante el pesimismo día a día, fuiste el primero en acercarte, tímidamente, mientras mirabas a un lado y a otro pensando que en cualquier momento aparecería un pringao, micrófono en mano, al que envidiarías, para decirte que se trataba de una cámara oculta.
Luego te aproximaste tú, anciana de mano huesuda y artrítica agarrada al bastón, la que con disimulo empujaste al chico y a pesar de la rigidez de tu columna te agachaste lo suficiente para atrapar un par de billetes.
Seguisteis vosotros: transeúntes desocupados del barrio obrero con las manos en los bolsillos vacíos los que, sintiendo cosquillas en el estómago y abriendo los ojos incrédulos para intentar comprender el azar que se había colado en el día gris, os humillasteis una vez más pero ahora con un impulso feliz.
Llegasteis vosotras, hartas de fregar suelos que no son vuestros, de mendigar un kilo de esto o un paquete de esto otro, y abandonasteis las bolsas con la humilde colecta para entregaros a una forma tan fácil de conseguir dinero que os temblaban las manos.
La confusión se convirtió en dicha. Después en avaricia.



La última mano ha sido la tuya, chiquilla; rápida como la lengua de un camaleón ha salido de tu manga cochambrosa para volver a esconderla junto a su presa de papel y, así, evitar que un adulto te arrebate el único billete que has conseguido escurriéndote entre esa maraña de piernas y brazos compactos como un muro.

Faltabas tú. Has aparecido desbocado como un caballo salvaje, acompañado del guardia de seguridad para que no quepa duda de quién manda aquí, reclamando honestidad y decencia. Tú, el depositario de las monedas, sucesor de Judas, te desgañitaste hasta que la garganta se quemó y tus pies se cansaron de castigar el suelo con patadas de rabia. Pero no te sirvió de nada: los billetes habían desaparecido, volado a otras manos, como impulsados por una ráfaga de viento justiciero que milagrosamente hubiera visitado el barrio.


Marusela Talbé

GERUNDEANDO

https://www.tallerdeescritores.com/quedate-en-casa-a-escribir?sc=dozmv7bo8hzl6um&in=kw35vb0jr7h13kf&random=9092 Por César Sánchez