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viernes, 25 de mayo de 2018

AQUÍ VIENEN DE NUEVO



Un jaleo inusual, como de manifestación, me obligó a asomarme a la ventana: un grupo recorría la calle. Saludaban a los que bebían la caña en el bar, a la florista, al que salía del garaje, al camarero que limpiaba las mesas de la terraza… Agucé el oído, no conseguía oír. Por los gestos supe que invitaban a unirse a ellos. No enarbolaban pancartas, ni lucían lazos en la solapa, no gritaban eslóganes. ¿Dónde se dirigían? ¿Qué pretendían con esa marcha alborotadora? El ruido había detenido mientras dormitaba en el sofá mi pasatiempo favorito: imaginar historias. La vecina del bajo, que se desplaza con andador, descubre un día que las piernas le funcionan lo que no le valen son los estrechos zapatos de cristal a los pies hinchados como pelotas.
Día tras día, pasan por delante de mi ventana cambiando el gris de la calle por un paisaje multicolor. Ya ni siquiera espero a escucharlos: me acodo en la ventana y aguardo. A veces distingo caras nuevas, hace unos días vi a la vecina del bajo, debe andar por los setenta. Lo increíble es que hoy que camina entre ellos no usa ni bastón y no distingo las arrugas que se le hundían en la cara, y los ojos, sobre todo los ojos, brillan, rebosan energía y hoy me ha mirado y ha levantado la mano y la ha sacudido como diciendo, «!Baja!». Señora, por Dios, si ni siquiera nos hemos cruzado por la escalera. ¡¿Cómo se le habrá ocurrido?! ¡¿Quién es ella para azuzarme a sumergirme en esa marea palpitante?!
Reconozco que un cuchicheo al oído decía algo como, ¿por qué no? Tumbada en el sofá, he imaginado que le gritaba que en cuanto encontrase unos zapatos, bajaba. Ella no lo sabe, pero hace tanto que no los uso que ni sé dónde los tengo. Me paso la vida con los pies subidos al sofá. Es un buen sofá, acogedor, suave, abrigadito en invierno y fresco en verano porque ya me ocupé yo de que fuera todo terreno, que sabía la de horas que me iba a pasar sentada en él con los pies resguardados bajo las piernas dobladas. Hasta ahora ha cumplido su propósito. Aunque este desfile diario me atrae como la manzana a Blancanieves, me obliga a dejarlo, a pasar más tiempo en la ventana y los pies se me enfrían y eso no me gusta. ¿Por qué pasan a diario, precisamente, por mi calle? No niego que me gusta el espectáculo, desde arriba veo la gente pequeñita, como niños juguetones. Y es que la mayoría son muy jóvenes aunque, después de lo sucedido con la del bajo, quién sabe si son rejuvenecidos, si ese caminar no les quita años, tristezas, rencores. Al final me van a hacen sonreír. Aunque verles unidos, hermanados, me pellizca como si un bicho se retorciese justo ahí, en la boca del estómago, cerca del pecho. Cerca del corazón.
Me miro en el espejo, no tengo las arrugas de la vecina, si bien mis ojos no brillan como los suyos. Al llegar Toni le he preguntado cómo me veía.
―¿Sinceramente? ―he notado un salto en las tripas, como si alguien las hubiera despertado de la siesta. He asentido porque sé que Toni no me hará daño― No aparentas la edad que tienes.
Y me ha sabido a poco la respuesta. Hablamos de edades diferentes.
―Me refiero al carácter, ¿tengo espíritu joven?, ¿mente abierta?, ¿puedo gustar a la gente al primer vistazo, y después?
Se ha reído.
―No sabría decirte…, en todo caso ¿qué importa? ¿A estas alturas estarías dispuesta a calzarte? ¿A salir a la calle?
Han sonado cristales rotos, debió ser mi imaginación.
Le he señalado la ventana. He ido hacia allí, creí que me seguía hasta que de reojo vi su sombra alejarse. Hacia la cocina, tal vez; suele llegar hambriento.
 La fanfarria ha pasado, ha dejado la calle desierta, ha arrastrado consigo a los pocos vecinos que quedaban, como el flautista aquel. Quiero que Toni me lo explique, «¿Cómo pueden sumergirse en el desfile lanzándose sin más? La misma vecina del bajo, ¿qué hace andando entre los jóvenes?», grito. «Mira, ven», quería mostrarle la desolación de la calle cuando se aleja el grupo cada día más numeroso. Es triste para los que nos quedamos. Se me llenan los ojos de lágrimas.
De pronto distingo el jersey azul eléctrico y el ademán que me incita a dejar la ventana. Debí imaginarlo, Toni también. Y me deslumbra la certeza de que no volverá conmigo a la ventana. ¿Cómo has podido, Toni?
Hoy he puesto la casa patas arriba. He encontrado un par de zapatillas de lona blanca de las que usaba para hacer gimnasia en el instituto. He pasado la mañana mirando los pies calzados, las zapatillas son ridículas, antiguas como yo. Todos se echarán a reír si me atrevo a bajar con ellas, incluso Toni y la privilegiada vecina. Si no lo hacen será por pena. Acaricio la tapicería del sofá, me imagino en la muchedumbre. Estoy despistada, gesticulo exageradamente para distraerles de mi paso lento, del vocabulario pobre. No pillo las bromas. No espero rejuvenecer, la transformación no será gratis, no sé qué precio habrá pagado la vecina, pero a mí me dirán que debo pasar el tiempo con ellos, abandonar mi sofá. Eso no, respondería yo; sí estaría dispuesta a acompañaros hasta el final de la calle. En cuanto la pisara podría confesar: no creo que mis zapatos sean adecuados para caminar a vuestro ritmo. Por educación, por caridad, dirán que sirven y se callarán lo que piensan, «Por qué se le ha ocurrido a la dinosaurio esta dejar su guarida». La sombra de la tarde oscurece el color del sofá tiñéndolo de tristeza. Preferiría que lo dijesen, podría regresar aquí sabiendo.
Si no lo hicieran, si persistieran en callar, no sabría que me ven como un dinosaurio y mi casa como una guarida. Si no verbalizamos no hay consecuencias, ni necesidad de tomar decisiones, eso lo tengo bien aprendido. Percibo un murmullo, me incorporo, son ellos. Y quién sabe si durante ese tiempo de silencio, de no decidir, lograría rejuvenecer, contagiarme de energía y preocuparme solo de atarme las zapatillas para caminar con paso firme.
Y, de paso, vivir.

  




martes, 8 de mayo de 2018

Qué vergüenza dan ciertas cosas





Odiosa tarea la de la compra semanal. Me recompenso con una cena con amigos; del grupo forma parte Mario que me encanta y esta noche acudirá, así que, aunque muy justa de tiempo, reservo hora en la peluquería para presentarme lo más atractiva posible.
Pescadería, carnicería, frutas y verduras, una cola tras otra. Transito veloz por los pasillos recogiendo productos, esquivando carros. Paciencia en los quesos. Queda tiempo. Camino de la caja pienso si dejar el coche en el aparcamiento del súper e ir andando a la peluquería, o llevármelo y buscar sitio en la calle. No consigo decidirme.
Con un vistazo repaso las colas de caja, localizo una con un único comprador. Y tiene pocos productos en la cinta. ¡Bingo! Comienzo a sacar mi compra. Quizá sea mejor llevarme el coche.
—No corras tanto que faltan cosas —dice el hombre.
—¿Cómo?
—Que faltan cosas —responde con fastidio.
La cajera, de veintipocos, sonríe tímida, nos mira sucesivamente y espera con las manos en el regazo. Oigo el chirrido de ruedas metálicas. Una mujer flaca, desaliñada y pelo decolorado con agua oxigenada empuja un carro medio lleno.
—¡Venga ya, coño! —le grita el hombre.
Ella esboza una frágil sonrisa.
—Perdone, ¿puedo…?
—Oiga, tengo prisa, no pueden guardar sitio y aparecer después con este montón de cosas.
Hace ademán de explicarse. Apenas abre los labios y la voz del déspota irrumpe de nuevo.
—Tú no tienes que darle explicaciones. Se lo he dicho, ahora que se joda. Quite el carro de en medio —me ordena.
La mujer decolorada se ha refugiado en la que va detrás. Cuchichean. Tensa como la cuerda de un arco decido no renunciar a mis planes.
—Llame al encargado —pido a la cajera—De aquí no me muevo. Su compra ha pasado, me toca a mí.
—¡Vas a quitar el carro ahora mismo o lo quito yo y te lo tiro a la cabeza! ¡Y el de la vecina también va a pasar! —añade señalando a la segunda mujer que levanta la cabeza, mostrando los ojos, redondeados por el sobresalto, espejos del pensamiento en qué hora se me ha ocurrido venir.
Parece que soy la única de las cuatro dispuesta a hacer frente a la bestia.
—¡Sí, hombre, y qué más! —protesto.
Las dimensiones del individuo son impresionantes. Me viene a la mente la imagen de un chico del colegio al que temía, incluso, sin haber cruzado palabra con él. El miedo, la rabia, la sumisión ante la superioridad física, regresan. Ya no estás en el colegio, a la mierda la peluquería, tía.
—Creo que debería hacer algo ya —digo a la cajera—, llame al encargado, a la policía local, a quién haga falta. De aquí no me muevo —intento imprimir seguridad a mis palabras, dentro de la garganta tiemblan.
Me giro hacia las mujeres. Ambas, mudas de repente, me observan. La bestia ruge. Continuo vaciando el carro sobre la cinta de caja. Entonces, leve y tímida, se posa en la manga de mi chaqueta la mano de la mujer decolorada. Levanto la vista, hallo sus ojos húmedos y suplicantes.
—Por favor —dice muy bajito.
La vecina que la acompaña asegura que no tiene prisa, ella esperará.
—¡Coño! ¡Qué no le supliques a la hija de puta! Y tú —señala de nuevo a la vecina con índice acusador—, tú pasas también, ¡por mis cojones!
La vecina traga saliva y asiente. Miro alrededor. La gente arremolinada espera el desenlace. Levanto la vista al entresuelo, a las oficinas acristaladas, nadie. La cajera, bajo el mostrador, apila bolsas. La única mirada que sostiene la mía es la de la mujer. Un ligero temblor, como de puchero infantil, le asoma a la boca. Escucho una conexión ancestral tan inexplicable como cierta, «Yo voy a volver a casa con él, tú no».  Retiro mi compra, aparto el carro. Ella pasa, la vecina pasa. Adivino la mirada de la bestia regocijarse con la visión. No quiero levantar los ojos de la cinta, enfrentármelo, solo quiero pensar que he hecho lo correcto.
He perdido todo interés por la hora y, sin embargo, quiero marcharme aún con mayor premura. Camino con la cabeza levantada, mirando al frente me repito has hecho lo correcto. Antes de alcanzar el coche, de la penumbra, surge un hombre que se acerca a buen paso. Siento acelerarse el corazón. No es él, no tiene su corpulencia. Prendida en la camisa lleva una identificación: “Encargado”.
—Señora, disculpe lo ocurrido. Salí al almacén, al volver he visto la película de seguridad si quiere denunciar está a su disposición.
Los ojos azules del encargado expresan interés, diría que anhela la denuncia. Maltratada, humillada. Las palabras llegan de la mano de la mujer decolorada de mirada húmeda y suplicante, nos vinculan. Dos desconocidas unidas durante unos pocos minutos, o bien durante los días, semanas o meses de un proceso judicial.
—No, no denunciaré. Ya ha pasado. Da igual.
Esas palabras escogidas al azar, sin embargo, me iluminan. Retomaré mis planes. Llego a la cena con poco retraso. Mis amigos están en la terraza, a algunos les ciegan los últimos rayos de sol obligándoles a entrecerrar los ojos, a interponer la mano delante de la vista a modo de visera. Mario me ha reservado asiento a su lado al abrigo de la insidiosa luz.
—Algunos no querían que te guardara el sitio, ¿sabes? Que cuando llegaras ya se habría ido el sol, decían. He tenido que amenazarles —afirma empuñando el tenedor.

Ríe. Todos ríen. Esa silla debería halagarme en lugar de incomodarme, pero lo cierto es que, la única a resguardo de la luz cegadora, me esperaba. Intento recordar en qué momento me sentí atraída por Mario y por qué, aparto la silla hacia la zona soleada para reconstruirlo. Me mira sorprendido. Voy a pronunciar una excusa, pero decido que no. Tampoco voy a contar lo del supermercado. Si lo hecho fue lo correcto puede que no me lo haya repetido lo bastante.

GERUNDEANDO

https://www.tallerdeescritores.com/quedate-en-casa-a-escribir?sc=dozmv7bo8hzl6um&in=kw35vb0jr7h13kf&random=9092 Por César Sánchez