UNA MANTA MENOS
Mientras caminaba por el andén de Ópera, oía la flauta. Sabía qué me esperaba: el muchacho melenudo, el cachorro, la manta, el blanco porcelana de los azulejos tras ellos. Y las miradas de ambos. Me acobardaba toparme con ellas. Retrasaba mi paso de bailarina, el momento de enfrentarme a sus ojos. Había tomado la costumbre de rebuscar en el monedero antes de girar el pasillo para tener la moneda preparada. La dejaba caer en la manta sin mirar, o mirando apenas. Pero ellos siempre me atrapaban, o yo me dejaba seducir por la música.
Ahora el cachorro es adulto, nosotros también.