«Mujer, una
escritora se debe al aprendizaje, a la curiosidad. Total, qué vas a perder.
Envía la dichosa inscripción, va», me he dicho alentada por la perspectiva de
rellenar una tarde en la que, por no haber, no hay ni ganas de escribir.
El Museo de Arte
Contemporáneo Ciudad de Mérida es un edifico cilíndrico de ladrillo naranja
brillante combinado con cemento. Una de esas estructuras que al primer golpe de
vista no sabes si te gustan o desagradan; y a fuerza de tropezar con ellas
acabas por aceptarlas y, en algún momento de entusiasmo, dices que te
convencen. Es de noche cuando llego. Hoy, se asemeja a una tubería descomunal
que ha engullido hasta la última estrella mientras exhala suspiros gélidos.
En el mostrador
del vestíbulo, una pila de cuadernillos con tapas grisáceas espera a los
asistentes. Son una muestra de la obra del poeta Iñaki Irós, fotografiado en la portada en blanco y
negro. Indecisa, me dirijo hacia un vano tenuemente iluminado. No oigo
murmullos. Me sobresalta la idea de que sean los aseos, los de caballero. Como
un perdiguero olisqueo antes de decidirme a traspasar el umbral. Es lo que
tienen los edificios pijos, empiezan por borrar cualquier huella de vulgaridad
y acaban por no mostrar a las claras dónde tienes que mear. Me tranquilizo al
ver a la madre del librero al que suelo acudir. Está en el pasillo de la sala con
más cuadernillos tristes. Nos sonreímos, con cierta hipocresía por mi parte, la
verdad. Me vendió un bodrio la última vez que nos vimos, ella lo habrá olvidado;
yo, lo tengo presente. Aunque la culpa no fue del todo suya, le pregunté por el
libro que sostenía y contestó: «Se
está vendiendo bien». Esto habría resultado sospechoso para cualquiera, pero yo
obvié la respuesta: cuando se trata de comprar libros no atiendo a razones, me
convierto en un King Kong que anhela el frágil cuerpo de hojas encuadernadas
hechizado ante una portada, un título o el autor. En esa ocasión fue el título,
“El amor y otros estúpidos sentimientos”.
La sala es
reducida y el número de aficionados a la poesía, exiguo. Me siento en una
butaca cerca de la puerta por si tengo que huir ante una avalancha de
sentimentalismo.
Hojeo los
poemas. Caray, estos versos son peligrosos; excavan en mi particular Zona cero, la que oculto bajo toneladas
de vivencias-basura acumuladas a lo
largo de los años.
Los poemas me
gustan; y aún más al escucharlos en la voz sin aristas del autor.
Nacido en San
Sebastián en el cincuenta y nueve y huérfano de padre siendo niño, confiesa,
con voz herida por la emoción: «He comprendido que su falta fue el detonante
para empezar a leer y escribir en el sentido más literario de la palabra».
Siempre la infancia, el duende escondido que salta a tu paso cuando menos lo
esperas.
Sus poemas son
humildes y sinceros, sin artificios, con la pureza única de la honradez de
sentimientos. Unos de amor, tristes o alegres; otros, revelan, con un tanto de
comprensión y otro tanto de hartazgo, su visión de la vida. La mujer es el
astro; la lluvia, los árboles y el Cantábrico, sus planetas.
Yo viví en San
Sebastián dos años. Sonrío al pensar que tal vez nos cruzásemos en alguna calle
y ahora nos reencontramos aquí. Aunque sería difícil que nos hubiésemos
conocido. Entonces andaba por los doce y a esa edad nada de cine, ni de salidas
en pandilla. Sin embargo, ahora que lo pienso, mi amiga Lourdes tenía un primo. El chaval se reunía con nosotras en
un parque, allí jugábamos y nos cobijábamos de la lluvia bajo un sauce. ¿Cómo
se llamaba aquel chico?, ¿Iñaki? No, me ha venido a la cabeza porque tengo al
poeta delante, pero no. Ya empiezo con las fantasías. No hay forma de sujetar
mi imaginación.
El árbol se
convertía en paraguas hasta el momento en que caía sobre alguno de nosotros la
primera gota. Adivinar el instante en que caería la siguiente, gritar «¡Ahora!»
y esperar otra, y otra más, hasta que las hojas del sauce lloraban tanto que
llovía menos fuera que dentro, era nuestra mayor diversión. Sí, lo recuerdo con
nitidez, hasta el olor húmedo de la ropa y los pasos apresurados de los transeúntes
recuerdo.
El chico llegaba
algunas tardes vestido con pantalón negro y camisa blanca, tan formal para su
edad, que un día le pregunté a Lourdes sobre ello. «Trabaja de camarero porque
mi tío se ha muerto de repente y les hace falta dinero en casa, pero tú no le
hables de eso que se pone muy triste», me advirtió.
El poeta ha
terminado la lectura, con mis ensoñaciones me he perdido los últimos versos. No
importa, ya tenía decidido comprar el libro.
Los asistentes
formulan preguntas insulsas: «¿Cómo se hace poesía?» «¿Usted en qué se
inspira?» «¿Hasta qué punto lo que escribes es tu propio reflejo?». Le obligan
a repetir la respuesta, casi idéntica. «Las emociones se revelan de una sola
forma, desnudándose», resume. No hay otro broche para la velada, antes de
escuchar la siguiente cuestión me levanto y me voy. Me gustaría que él hiciera
lo mismo. «Lo siento, señores, no se me puede escapar esa mujer que acaba de
salir», podría decir. Oiría pasos rápidos detrás de mí.
—Espere un
momento, perdone, la he visto en la sala y no sé por qué me resulta familiar.
¿Nos conocemos?
—Viví en San
Sebastián a mediados de los setenta. Jugaba con mi amiga Lourdes y su primo en
un parque con un sauce —contestaría yo.
—Cuénteme más
—diría él.
—Una tarde,
Lourdes no vino a jugar, pero su primo, sí. Al llegar la hora de volver a casa,
él me acompañó. Llovía. En el portal se acercó mucho, no supe por qué hasta que
noté sus labios y su lengua, sobre mis dientes. Le empujé y corrí al ascensor.
Antes de entrar me giré, vi sus palmas pegadas al cristal del portón y en su
cara, una súplica, «No te vayas». Pero abrí la puerta y apreté el botón del
piso doce, a pesar de vivir en el diez. Poco tiempo después, me mudé con mi
familia a otra ciudad. Comprendí que aquel había sido mi primer amor, ese que
añoramos…
Yo habría bajado
la cabeza y al levantarla vería sus ojos acuosos y brillantes, y tristes y
alegres al tiempo. Él carraspearía incómodo antes de despedirse.
En casa nadie me
espera. Arranco el ordenador abandonado para acudir a la velada poética. Tengo
una novela por escribir, un gran proyecto que llenará mi vida durante unos
meses junto con la música y el trabajo que cancela las facturas.
En pijama y
zapatillas abro una botella de Madre del Agua y me sirvo una copa antes de
retomar mi historia, la de ficción.
Escribo para no
enfrentarme a un pensamiento que se mece en mi cabeza. Sé que es inútil,
sucumbiré a la curiosidad.
Tres copas de
vino más tarde, tecleo en la barra del navegador “Iñaki Irós”. Su biografía
aparece en Wikipedia: “Con catorce años trabaja en un bar para compensar la falta
de recursos económicos tras fallecer su padre. […] Los poemas iniciales,
dedicados a un primer amor, datan de 1975. Diez años más tarde destruye esta
producción a modo de catarsis, de un antes y un después en su trayectoria como
escritor y como persona…”
Copa en mano, me
recuesto en el sofá. En cuanto me separo de la pantalla del ordenador, surgen
las lágrimas. «¿A quién se le ocurre acudir a una velada de poesía y beberse media
botella de vino a continuación, imbécil?».
Se rinden los
párpados bajo el acoso del alcohol, mejor.
¿Es el timbre?
No espero a nadie, ¿o sí? No puede ser él. Aunque, bien pensado, en la
inscripción que envié constaba mi dirección. Sería posible dar conmigo. Los
organizadores conocerían a los asistentes, a los asiduos, y no a mí. A mí me
conocía la madre del librero, eso, la madre del librero.
Me levanto con
un respingo, me suelto la coleta y ahueco la melena. Mi aspecto con este pijama
viejo y las zapatillas grandes como raquetas de tenis —qué ha pasado con la
numeración, porqué ahora las tallas son M o L—, es patético. Pero no voy a
hacerle esperar ni un segundo más.
—Perdona que te
moleste, pero se han presentado unos colegas de improviso y no tengo birra,
¿puedes prestarme algún botellín, vecina?
—No bebo cerveza
—contesto cerrando la puerta antes de terminar la frase.
Ahora contará a
sus amigos lo siesa que soy y que, en realidad, no esperaba otra cosa de mí.
Niñata.
Marusela Talbé