—¡Pepe! Fichas
para el teléfono. Tengo que llamar a la Guardia Civil.
Pepe deja de
secar el mostrador, se echa el trapo sobre el hombro y se apresura hacia la
caja donde guarda las fichas doradas.
Cesan los
murmullos, el entrechocar de las fichas de dominó, Pepe apaga la radio.
—…fui a echar
de comer a los cerdos, allí estaba, una mujer. Muerta, señor guardia, muerta en
mi pocilga. Tenía un papelillo sobre el pecho, pone que la cerda entre cerdas
está. ¿Cómo?..., ¿el papel? Lo tengo en la mano...¡Y yo qué sabía!
«Dicen que posiblemente
he estropeado el indicio más valioso de la investigación», explica Curro tras
colgar el auricular.
—Tómate un vino,
anda —dice Pepe—, y tranquilo, compadre.
Ya antes de
beber los labios se han relajado en una sonrisa.
Pepe, frente a
él, es el único en verlo.
—Cincuenta
céntimos —pide con voz neutra.
—Creí que ibas
invitarme —contesta Curro hurgando en su bolsillo.
Pepe, levanta
la cabeza, deja de secar un vaso. Mira fijamente a Curro buscando la transparencia
de la juventud y la niñez en las pupilas y encuentra desafío.
—Hasta más ver,
compadre —añade Curro dejando el dinero sobre el mostrador y dándole la espalda.
Marusela Talbé
.
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