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jueves, 7 de marzo de 2024

AJUSTE

 

Le disgustaba viajar en Metro por la noche. Cada escalón que descendía la inquietaba. El brillo de acero de los azulejos la hizo refugiarse con más ganas en el plumas. Desembocó en el andén desierto, callado como una tumba. Caminó hacia la zona media, la que le interesaba para encarar la salida en Ventas, oyendo el eco de sus pasos reverberar en los muros. Fijó la vista en la pantalla digital que hacía las veces de reloj. El próximo tren llegaría en algo más de cuatro minutos.

Supo que se le iban a hacer eternos al ver descender por la escalera unos botines de lona incompatibles con el frío de enero. Fueron el anticipo de un hombre vestido con un abrigo demasiado amplio, demasiado deslucido para ser suyo. La barba, grisácea, caía larga y deforme sobre el pecho. No alcanzó a ver el rostro completo, una gorra con visera lo tapaba. El tipo perdió el equilibrio en el último escalón. De puro milagro consiguió agarrarse a la barandilla. Deseó que se hubiera caído y se quedara allí, inconsciente, desmadejado, sin fuerzas. Sin embargo, el tipo aguantó. Eso la obligaba a compartir espacio con un desconocido que parapetaba la única salida posible.

No había duda de que estaba borracho. Lo vio gesticular, mover los brazos como aspas de molinos de viento. Empezó a declamar. Identificó el tétrico soliloquio de Hamlet. En uno de esos ademanes desplazó la visera y entonces la descubrió. Se quedó mirándola con interés y ella se sintió más intrigada que temerosa. Se parecía al profesor con el que tuvo una aventura, el profesor al que denunció por acoso y logró que expulsaran del Campus diez años atrás.

El hombre se movía en círculos sobre sí mismo. No era fácil saber si permanecía en el mismo lugar o si, tontamente, avanzaba hacia ella. Miró el reloj. Faltaban algo más de dos minutos para que viniese el tren. En uno de los giros, el hombre se acercó al borde del andén. Sobresalían las puntas de los botines en el vacío. Habían cesado los gritos y los aspavientos. Mudo y paralizado, más que mirar, observaba las vías como si allí hubiera encontrado la respuesta, y esta fuera tan evidente que no comprendiese cómo no se había dado cuenta antes. Parecía vencido por el peso del abrigo, la barba y la gorra. El equilibrio le había salvado de caer una vez, no lo haría una segunda.

Aquel profesor calificó su trabajo final con un triste seis y medio. Podría ser la misma persona. Caminó hacia él. La curiosidad la había hecho olvidar cualquier precaución. Abrió la boca dispuesta a gritar su nombre, Miguel. Reconocería, sin duda, la expresión de impotencia que tanto la había complacido años atrás. Se detuvo al verlo vomitar con violencia. Miró de nuevo el reloj, ¿estaba parado?, se preguntó. A veces el tren se detenía para ajustar horarios. El olor agrio del vómito se extendía sin piedad y el borracho parecía ahora decidido a recuperar un objetivo. Lo vio erguirse, estirarse el abrigo, sacudir la cabeza. Sin embargo, no miró el hueco tétrico de las vías, sino que con la vista puesta en ella, inicio el camino hacia donde se encontraba con pasos cortos y decididos ausentes de cualquier rastro de borrachera.

Su curiosidad desapareció, de repente. Optó por retroceder al fondo del andén. Aunque, por otro lado deseaba identificarlo, volver a casa con la agradable certeza de que se trataba del profesor que había recibido un buen escarmiento. «¡¿Miguel?!». En el rostro del hombre apareció una mueca semejante a una sonrisa resignada. Caminó de espaldas, hacia el fondo del anduve, sin quitarle la vista de encima igual que Miguel no se la quitaba a ella. Como si jugaran a quién aguantaba más sin parpadear.

Notó la saliva descender por la garganta al tiempo que una sensación de flojera, de pronto parecía que se hubiera quedado sin sangre en las piernas, se apoderó de ella. Se preguntó qué expresión tendría su cara en ese momento y si él leería en ella miedo. Podía escuchar la respiración de ambos. La suya contenida e irregular, la de él, fuerte, casi convertida en resoplidos. Y qué si es Miguel, ya le ganó una guerra, pensó recuperando un buen mordisco de paz interior. Un silbido, el inconfundible sonido del motor del convoy y el chirrido de ruedas sobre los raíles, liberó el gazapo escondido en el pecho. Desechó la último de sus pensamientos: saltar a las vías para cruzar al andén de enfrente. El tren estaba a punto de aparecer.

Calculó que les separaban unos veinte metros cuando llegó al final. Notó el muro gélido pegado a la espalda, la dureza, la total imposibilidad de estirar la distancia. El tren se materializaba en ese instante con el fulgor de un rayo.

A veces los trenes pasaban de largo en las estaciones para ajustar horarios.

 



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GERUNDEANDO

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