No sé cuántas veces me he peinado. Basta ya. Doce años de ausencia. No se va a fijar en el cabello. Pero podría, «Esta mata de pelo salvaje, me hechiza», decía. Se lo dijo a muchas, no te engañes. Esperándolo con un garrote. Así es como deberías esperarle, con un garrote y no con la mesa vestida con el mantel impecable, la vajilla de porcelana y su menú preferido reservado en el horno. ¡Y deja de cepillarte el pelo, por Dios!
Una mirada al dormitorio. Mis ojos se posan en la foto de boda. Bajo el foco relampaguea en el marco de plata. ¿Y si lo quito? Lo hago desaparecer o lo muevo a un lugar menos visible. Pero no, por qué, ha estado ahí doce años y, en cualquier caso, él no entrará en mi dormitorio. Me observo en el espejo grande. El vestido de punto se ciñe en las caderas, el panty me aprieta las carnes y las moldea. Me gusto. Recuerdo el colgante con la perla como una lágrima nacarada que me regaló en un aniversario. Siento la necesidad de ponérmelo. Lo he buscado en el joyero, entre los pañuelos, en el cajón de la ropa interior, sin resultado. Ya lo sé. En el armario alto de la cocina, dentro de la lata de galletas en la que guardé el cigarrillo con el que decidí apostar por una vida mejor. Ahí está la perla empolvada con migajas dulces. Cobra brillo al frotarla. La cadena de oro que la sostiene está anticuada, sí, la moda en joyería ha cambiado, del eslabón grueso de entonces a uno sutil, casi inexistente.
Colgada del cuello, aparece como por encantamiento en la uve del escote y lo ilumina como si una luciérnaga aletease en mi pecho.
El avión habrá aterrizado hace cuarenta minutos y él no debería tardar más de treinta en el taxi que habrá cogido para evitar el metro que seguirá odiando. Pero hoy Madrid vibra: los hinchas del Atlético colapsan Neptuno, hay manifestación en la Castellana, en Plaza de Castilla, en la Avenida de Aragón. Puede tardar horas en tocar el timbre. Un timbre extraño para él porque esta casa es solo mía; es la casa en la que no ha colgado ningún cuadro, ni escogido un azulejo; es la casa en la que elijo yo.
Espero asomada a la ventana. Me deslumbra la marea humana que colorea y excita la ciudad con chispazos de vida. Debería unirme a ella y que él aguarde ante mi puerta.
Al regresar con el abrigo el sonido del timbre me sobresalta. Corro a la ventana, un taxi arranca. Veo la esquina de una maleta asomar por debajo del dintel del portón. En ese instante un hombre se aparta de la puerta y levanta la cabeza. Nos miramos. Es un viajero solitario. Al bajar me cruzo con él en el vestíbulo. Me observa, inmóvil, mientras salgo y me pierdo entre la gente.
Marusela Talbé
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