El sonido de un motor rompe el sopor
de la madrugada. Un deportivo se orilla, una mujer desciende, se tambalea, ríe,
sofoca la carcajada llevándose el foulard
a la boca. Su acompañante, la coge por el brazo.
—Invítame a tomar la última, Sara.
—Ni hablar, Charli. Lo he pasado de maravilla, pero bye.
Sara se aleja con paso torpe hacia la cancela de hierro del adosado. Charli,
se apoya en el coche y enciende un cigarrillo.
—Me quedaré aquí un rato por si cambias de opinión —grita mientras ella traspasa
la verja.
Al llegar a la puerta, Sara intenta una, dos veces, tres, meter la llave
en la cerradura, culpa a los gin-tonic bebidos y no a la falta de luz del
farolillo de su puntería. Según su costumbre deja el llavero colgando de la cerradura
interior. Aprieta el interruptor, la luz no se enciende. Mierda, ¿qué ha pasado aquí?, se dice mientras
ilumina el cuadro de luces con el móvil.
Nota pequeños trozos que se clavan en la suela de las sandalias, desvía la
luz al suelo. «¡Será
posible!, dichoso gato—oye un ruido tenue
en la planta alta—. Es inútil que te escondas Misha. Has sido un gato malo. Has
roto mi figurilla», grita
mientras revisa las palancas del cuadro. El móvil se apaga, la batería es
mínima. A su espalda escucha el crujir de la tarima de madera. «Misha, te voy a castigar
sin leche, ¿me oyes? ¿Será la bombilla? Pero estas modernas no se funden, ¿qué
opinas?» Sara mueve
los interruptores sin resultado mientras conversa con Misha, le tranquiliza
oírse. Un maullido suave, un suspiro gatuno, la hacen sonreír.
Pero comienza a notar que le tiembla la mano, suda, la respiración ha
perdido su compás. Un movimiento en el aire, un aliento más bien, le ha erizado
el vello de la nuca.
El móvil se apaga definitivamente. Busca la manilla de la puerta. Salir,
encontrar la luz de las farolas. Y a Charli, que ojalá siga ahí.
Percibe susurros a su espalda, instintivamente mira al suelo, «¿Misha?» Encuentra la manilla, abre
la puerta con sigilo. Un cuchillo de luz ilumina la entrada, en el triángulo amarillo
del suelo yace el gato de angora convertido en una masa amorfa y sanguinolenta.
Quiere gritar, pero la voz ha desaparecido como si le hubieran amputado las
cuerdas vocales.
En ese instante la puerta resbala sobre sus bisagras con un quejido, escucha
girar la llave que destraba el cerrojo de seguridad y el pestillo que encaja con
un sonido definitivo. El tintineo del llavero desaparece. Un silencio de
cristal se adueña de la oscuridad. El rostro se le moja con el agua tibia de
las lágrimas. Siente unos labios casi pegados a su oreja, un aliento que huele
a tabaco, oye una voz pastosa y recia, «No
me has visto, lo cual es una suerte para ti». La arrastra hasta una silla. Sara, ahora, prefiere
la oscuridad. El hombre la ata con los brazos cruzados por detrás del respaldo
y usa el foulard para taparle la
boca. Después, ni una palabra.
Sara le escucha en su dormitorio. Mueve muebles, golpea paredes, abre puertas de armarios. Baraja opciones
con la misma rapidez con que ha barajado cartas en el casino hace unas horas. Mientras,
forcejea; nota que las ligaduras se aflojan, consigue sacar una mano, después
la otra y corre hacia la puerta cerrada. Como temía las llaves no están. Se deja
caer, tiembla, siente náuseas, ahoga arcadas. Maldice haber dado de baja el
teléfono fijo.
Se incorpora y va hacia la cocina tanteando, teme encontrar el relieve de
un cuerpo en lugar de la uniformidad de la pared. Las piernas le pesan, decide cada
paso como si tuviera delante un abismo. Por fin se hace con las cerillas y de
la cajonera escoge el cuchillo más afilado. La hoja brilla a la luz vacilante del
fósforo. El arma se le resbala de las manos, el ruido sobre el gres es un
avisador que llama para el segundo acto de la función.
Le escucha descender. No son los pasos invisibles de antes sino los de
una apisonadora. Busca donde ocultarse. Se acurruca tras la puerta de la
despensa. Herir el abdomen,
ahí, blando, con decisión, tendré que hacerlo con decisión, se dice mientras el haz de una
linterna penetra en la cocina.
La voz de Charli rebozada en vapores de alcohol se deja oír en ese
instante, «Vamos,
Sara, una última copa. Te advierto que no si no me dejas pasar estoy dispuesto
a quedarme aquí toda la noche».
Marusela Talbé
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