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viernes, 8 de julio de 2022

EL BANQUETE DE LA VIDA


Tenía once años, mi hermana nueve. Pasábamos las vacaciones en un lugar de la costa de Málaga. Mamá, embarazadísima, no se encontraba bien aquella mañana. Nos quedamos en el apartotel en lugar de ir a la playa. Papá nos bajó a la piscina. La teníamos solo para nosotros. El resto de los huéspedes estaban disfrutando de las olas y el cálido roce de la arena.

Papá se sentó en el bordillo por la parte profunda. El agua, de un turquesa intenso, destellaba en círculos cegadores. Se movía tonta y peligrosamente, esa impresión tuve. Si la miro lo suficiente me atraerá a las profundidades, pensé.

Papá se lanzó al agua, extendió los brazos hacia nosotras invitándonos a saltar. Escuché a mamá gritar, «¡Fernando, los flotadores!». Pero papá no estaba dispuesto a dejar la piscina y subir por ellos. Me ofrecí a hacerlo yo, la respuesta no fue la que esperaba, «Venga, ¿quién quiere ser la primera?».

Mi hermana me miró, se encogió de hombros y, siempre más decidida que yo, dio un brinco hacia los brazos de papá. Se sumergió un poco, papá la agarró y sacó a flote. La ayudó a subir al bordillo. Repitió. Al tercer salto, papá la dejó hundirse. La vi pedalear y bracear, vi como su cuerpecillo, borroso en algún momento, se definía conforme ascendía. Emergió con una sonrisa de oreja a oreja. «¡Tírate, tírate, no pasa nada!»

Sabía que “no pasaba nada”, sabía que papá que inventaba cuentos de animales de colores para nosotras, que se levantaba por la noche para darnos el jarabe de la tos y nos cantaba Quisiera ser marino, una canción que ni él mismo sabía de dónde había salido, nunca permitiría que pasara algo.

Mamá, en el balconcillo, había abandonado la tumbona con la primera zambullida de mi hermana y permanecía acodada en la barandilla. No había vuelto a gritar nada sobre flotadores.

El silencio era tranquilizador. La masa de agua, inmensa. Parecía que un cucharón manejado por un ser poderoso e imposible de abarcar con la vista por sus dimensiones descomunales se ocupaba de mecerla. Pero no era tan inocente como mover un guiso. Se trataba de lanzarse a un foso profundo y hundirse. ¿Hasta dónde? Se trataba de renunciar a respirar hasta volver a la superficie. ¿Durante cuánto tiempo? «No te preocupes ahora vamos a la parte donde no cubre», oí a papá.

Volví a mirar el agua turquesa. «Me dejaré hipnotizar, ella hará el trabajo». Moví los pies, saqué los dedos fuera del bordillo. Sentí el vacío. El azul, partido en pedazos redondos y refulgentes me recordó platos desordenados entrechocando. Había armonía y paz en el vaivén borracho y despreocupado. Y salté. Aún estaba sumergida cuando oí los aplausos de mi familia.

Después vinieron decenas de saltos.

 

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GERUNDEANDO

https://www.tallerdeescritores.com/quedate-en-casa-a-escribir?sc=dozmv7bo8hzl6um&in=kw35vb0jr7h13kf&random=9092 Por César Sánchez