Ha pasado a ser asignatura obligatoria. El profesor explica en qué consiste. «Podéis coleccionar cromos, chapas, fotos, vestidos de Barbie, películas de vídeo…da igual, lo importante es que consigáis la colección. La meta os la marcáis vosotros mismos y la cumpliréis durante el curso». En la última fila una niña pálida, rubia, de ojos azules muy claros, una niña casi transparente y olvidada, levanta el brazo. «Y cuando terminemos la colección, ¿qué haremos con ella?» El profesor lamenta que para una vez que levanta el brazo y llama su atención sea para incomodarlo. «Pues, nada, qué quieres hacer. Las cosas empiezan y terminan». Un chico al que le cae un flequillo negro en la frente sentado en segunda fila responde, «Pues hacer otra colección». Y toda la clase se alegra de la respuesta, incluido el profesor, incluida la niña, que había sufrido al comprender que su pregunta ocultaba otra mucho más molesta ¿Para qué sirve coleccionar? Por eso el profesor había contestado irritado y la clase se había sentido desilusionada cuando parecía muy buena idea hasta que ella la desbarató. Pero el chico del flequillo por fortuna lo arregló, y desde hace semanas todos andan por los pasillos preguntándose unos a otros qué coleccionan, y surgen intercambios interesantes aunque también disputas, y algunas envidias. Nada importante si se compara con lo que sucedía anteriormente: acoso, extorsión, grabaciones ilícitas, bandas paseando su violencia en el patio. Ahora, sin embargo, la mayor preocupación es averiguar cuál es la colección más importante. El chico del flequillo cree que la suya, una colección de miniaturas de coches metálicos que le está costando terminar —se ha propuesto llegar a cincuenta modelos diferentes— ya que solo dos chicos en el centro la comparten. Otros lo tienen fácil, han elegido cromos de fútbol o muñecos de los huevos Kinder. La niña pálida ha escogido coleccionar pasadores de pelo; durante los recreos intenta, sin gran resultado —su transparencia juega en contra—, cambiar los repetidos e introducir un poco de desmadre en el mundo emparejado de los pasadores.
La solución aportada por el chico del flequillo para dar sentido al esfuerzo de investigar, tantear, intercambiar y convencer, ha calado: a una colección le sigue otra. La naturaleza de las colecciones evoluciona sofisticándose conforme crecen los autores. En la adolescencia el chico colecciona besos, la niña pálida esmaltes de uñas; en la juventud, el chico colecciona videos guarros; y la chica, recetas de cocina, será cocinera. En los primeros años de universidad, el chico del flequillo colecciona suspensos y juergas; la chica colecciona amigas porque es demasiado tímida para coleccionar amantes aunque es lo que le gustaría.
Un día el chico colecciona suficiente éxito, y con ello empieza a coleccionar coches, casas, acciones de multinacionales, enemigos en el trabajo, esposas y ex-esposas, hijos, horas de vuelo y noches de hotel. Colecciona botellas mini de alcohol en los bolsillos y las correspondientes borracheras. La chica, es mujer que ha coleccionado soledad, horas de trabajo, mascotas y desengaños amorosos. Harta de una vida plana decide coleccionar kilómetros, curvas, derrapes, rugido mecánico y potencia entre los muslos enfundados en cuero a lomos de una moto de gran cilindrada. Colecciona sensación de libertad hasta que le toca coleccionar lágrimas, dolor, días de reclusión hospitalaria, ejercicios de rehabilitación, horas de fisioterapia. Más tarde, colecciona dolor en la espalda, calambres en la nuca, presión en la cabeza; colecciona calmantes, ira y ansiedad si le quitan sus pastillas.
En el Centro de Deshabituación “Diógenes/ Módulo Uno”, la gente ha coleccionado de todo: robos, jeringuillas, tarjetas de crédito, polvos y pastillas, abrigos de visón, navajas, noches errantes, días sin luz, peleas, colchones piojosos, revistas, chabolas, cucharillas dobladas, fiestas junto a la piscina, Dom Perignon, amistadas rusas, horas de ruleta; han coleccionado experiencias, ilusiones, delirios, sesiones de hipnosis, tratamientos de autoestima, llanto, desesperación y colocones; y perdones, reencuentros, discusiones, miedos, amores, odios, insomnio y días de cárcel.
El chico del flequillo negro lo tiene ahora cano, y la niña pálida se maquilla, ya no lo es; pero cuando se encuentran uno frente a otro se reconocen. Se miran, bajan la vista a sus manos vacías. «No terminé mi colección de pasadores de pelo», dice. «Ni yo conseguí los cincuenta coches», tras un culpable silencio continua, «Lo siento, parecía tan inocente…» Ahí lo deja. Ella asiente y añade, «Los de afuera están peor, aún no lo saben».
FIN
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