En la esquina de
dos calles ruidosas se instala un mendigo. Coloca con cuidado unos cartones. Viste
cazadora y vaqueros viejos que contrastan con el aspecto joven, casi niño, que
refleja su cara. Se sienta y deja ante él una boina con la que ha espantado el
relente de la noche. Mete las manos en los bolsillos de la cazadora y rebusca,
en el forro descosido, sus herramientas: ceras chatas de colores
indistinguibles.
Antes de
sacarlas del bolsillo, unos zapatos que hace años debieron brillar con luz
propia y que ahora, a duras penas, mantienen la triste dignidad de disimular agujeros
y pespuntes rotos, se han detenido.
El joven espera
ver caer la moneda en la boina, en cambio oye una voz.
—Oye, esta es mi
esquina.
Levanta la vista
y ve a un individuo con traje oscuro y arrugado, coderas de diferente color y
camisa casi blanca abrochada hasta el último botón de un cuello que cubre otro
pellejudo como
el de un pavo.
—¿Dónde lo pone,
colega?
—¿Dónde pone el
qué?
—Que esta
esquina es tuya.
—Venga, va en
serio. Llevo aquí más de un año. Si algunos
hasta saben mi nombre —dice el hombre señalando a los viandantes.
—Me la suda
—contesta el de la boina repartiendo en el suelo las ceras como si colocara el
instrumental de un quirófano.
—Oye, esto es
como si llegas a la oficina y te sientas en una mesa que no es la tuya.
—No me des la
vara, viejo. Que no me voy —grita y levantan la vista de las pinturas—. ¿Dónde está
la mesa? ¿Dónde tu nombre? ¿Eh, dónde?
El mendigo sopesa
las posibilidades que tendría de echarlo de allí. No parece muy fuerte pero no
hay quién le discuta su juventud. Con un suspiro, echa una mirada resignada a
la esquina, comprende que ha perdido sin necesidad de pelear y cruza la calle.
La otra acera no
le es desconocida. Comenzó a este lado de la calle, pero los olores de la
cocina del mesón Los Caracoles provocaban tal ruido en su estómago que le daba
vergüenza su hambre.
Dirige la vista
a la otra acera. Observa al dibujante ensimismado en su tarea. La gente que
pasa se detiene un segundo y muchos le dejan
una moneda en la boina.
El viejo mira
los cartones que lleva bajo el brazo. Se acerca a la pizarra que está en la
puerta del mesón. La tiza cuelga de un cordel y la arranca con disimulo.
Se separa unos
metros y se sienta enfrente del chico. Ahora te vas a enterar, listo. Y escribe
en su cartón. Cuando termina lo gira y lo coloca de cara a los peatones y al joven
mendigo.
si me da una moneda se sentirá mejor
A pesar de los
metros que les separan, ve el rostro crispado del joven, las mandíbulas
apretadas, la rabia con que aparta las ceras. Se ha sacado un cartón de debajo del
culo y comienza a escribir:
si me da una moneda pasará mejor el día
El viejo aguanta
con su cartón unos minutos mientras discurre la réplica. La tiene:
si me da una moneda su conciencia le dejará en paz
Pero el joven
también ha ideado un nuevo mensaje
si me da una moneda Dios le bendecirá
Y los cartones
cambian y los mensajes se renuevan cada vez con más rapidez
si me da una moneda su sonrisa será sincera
si me da una moneda se le alegrará el corazón
Les queda a cada
un pedazo de cartón. Será el mensaje de despedida, el que puede dirimir quién
es el ganador del duelo, porque hasta ese momento ambos saben que están
igualados: no ha sido difícil contar cuántas personas se han agachado o han
alargado el brazo para dejar caer una moneda de veinte céntimos, las más
frecuentes. La boina de uno y el platillo del otro han recogido una buena
cosecha, pero la tarde cae, hace frío, ambos se frotan las manos y se
resguardan, como pueden, en el cuello escaso de sus ropas mientras pasean y
piensan.
El de la boina se
decide, da la vuelta al último cartón y escribe:
si me da una moneda estaré aquí mañana
El viejo se
estremece. Ese mensaje es bueno. Sí, bueno de verdad, cojones. Pero el mío será
mejor. Escribe, tacha, vuelve a escribir, borra usando la manga de la desvalida
chaqueta. Al fin, cruza una mirada de triunfo con su contrincante y muestra su
mensaje:
si no me da una moneda no estaré aquí mañana
***
Manolo ha
recogido las mesas de la terraza. Deja para el final la pizarra. Ve a los
mendigos, «¿Qué, hoy os quedáis aquí, o qué? Hace frío, largaos ya». Pero al
poco rato sale con un par de bocadillos de chorizo. Entrega uno al joven, y
mira su mensaje mientras se frota la barbilla. Después al viejo, y reflexiona
delante de su cartón. Antes de entrar al bar se gira y les grita, «Ya me podíais decir mañana quién ha recogido
más pasta para conocer mejor a la clientela».
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