Frente al espejo
Te va bien Victoria. Hasta ahora al menos. Solo que ahora una idea se ha metido en tu cabeza: escribir. Una sugerencia de Manu, «Planeemos un año sabático», se ha convertido en irrenunciable. Escribir en soledad, sin interrupciones. Tantas lecturas deben servirte para algo y la proximidad del mar, el sosiego que te proporciona, también.
Pero dejas atrás personas. Algunas no te importan demasiado, sé sincera. Las compañeras de trabajo, por ejemplo, previsibles con sus ciclos menstruales, sus conflictos con los hijos o con los padres, con su bondad natural para solidarizarse con problemas ajenos «¿tú quieres que yo…?» Qué aburridas te parecen, aunque tú pertenezcas al mismo género. Y eso es un conflicto, ¿verdad?, ser una de ellas y no sentirte cómoda entre las de tu clan y sí en el opuesto, el masculino. En realidad no crees que sean opuestos; opuesto suena a cosas muy diferentes y tú quieres creer que no es así, que todos son personas y ya. Puede que hayas sido injusta con ellas, que no les hayas dedicado suficiente atención, que las hayas estereotipado sin pensarlo demasiado, al primer golpe de vista. Y eso tampoco es así, Victoria. Tampoco es así por mucho que te gusten los hombres, mejor dicho, la naturaleza masculina. ¿Habrías querido ser uno de ellos? No: te encanta coquetear —cruzar las piernas cuando estás repantigada en el sillón, beber la copa mirando de reojo a la víctima, observar el vacío por encima de su hombro cuando te habla— y esto no sabe hacerlo un hombre. Ni aunque se lo propusiera. Van de frente.
Lo que te ocurre es que los admiras. Admiras al noble bruto, la valentía con que ha admitido la mayor responsabilidad desde el inicio: alimento y protección para la familia. ¡Si te oyera una feminista! No te importa, tendrías argumentos nombrando a tu padre, hermanos, a tu amigo homosexual que es también hombre —aunque esto sea su tormento, ninguna mirada como la suya para hacerte sentir la más femenina y deseada al verle morderse el labio, entrecerrar los ojos envidiosos—. Y, bueno, puestos a nombrar, tendrías que nombrar a Manu.
Manu con sus prontos de genio vivo, con su necesidad permanente de ternura; Manu con su dedicación al trabajo, a ganar dinero, mucho, como si lo necesitara para adquirir una parcela revalorizable en el Más Allá y construirse su Paraíso. De tanto trabajar ha olvidado como disfrutar el dinero aquí o, tal vez, piensas, le resulta tan complicado conseguirlo que se convierte en demasiado valioso para prodigarlo, aunque a ti no te niega nada. Manu con su miopía convertida en ceguera; Manu, sacudido por tus reproches cuando le echas en cara sin la menor compasión que está desperdiciando su vida por arrastrar un carro en el que muchos se han subido cómodamente sin dar, apenas, nada a cambio.
Como tú, Victoria. Porque tú también te aprovechas. De dónde si no el Audi completo de extras; de dónde el viaje anual a cualquier parte del mundo; de dónde las joyas de Suárez o las fiestas de cumpleaños en el local de moda. Tú podrías pagar el piso —no en el que vivís, claro— un coche aparente y la ropa de marca, pero nada más, chica. Él sostiene tu mundo pero tú dices que la felicidad es otra cosa. En realidad no sabes qué pensar.
Por eso te vas a la casita de la playa sin comodidades, no por snobismo, no. Vas a escribir, sí, y a demostrarte hasta dónde puedes prescindir de eso que dices que no es necesario para ser feliz. Hasta dónde puedes prescindir de Manu.
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