—Necesito ayuda —susurro.
—Está prohibido bajar del automóvil. Pueden atropellarle. Regrese a su vehículo, por favor.
Con gesto impaciente indica que me aparte.
—Creo que estoy en el aparcamiento de un centro comercial —añado sin moverme.
Me mira. Tiene dibujada en la cara una sonrisa diplomática y aburrida. Comprendo que estar sentado dentro de esa urna sin más que extender el brazo y repetir las mismas palabras puede acabar con el optimismo de cualquiera. Encima los jefes exigirán también la sonrisa. Debería ser un buen actor para engañar a los clientes con ella.
Como no le dejo cobrar los tickets, empiezan a sonar las bocinas. Se levanta y hace gestos a los conductores para que se tranquilicen. Me amenaza con llamar a seguridad. El estrépito aumenta al rebotar el ruido en las paredes. Se convierte en estereofónico. El tipo lleva una chapa en el uniforme: Héctor, leo. “Sabe Héctor, tiene usted un nombre de héroe que no se merece”, le digo dejando libre la ventanilla y apartándome a un rincón.
Un idiota. Así me siento mirando alternativamente hacia la calle y hacia la cabina. Cuando ya he perdido la esperanza de que me escuche llega el relevo de Héctor y él se me acerca.
―¿Qué le ocurre?¿No encuentra su coche? Le ayudaré a buscarlo ―dice con voz samaritana.
Pero no es tan sencillo. No sé qué ha pasado. Desperté tirado en el suelo entre dos coches con un fluorescente a varios metros sobre mi cabeza; la luz parpadeaba y el tubo sonaba como si estuviera friendo moscas. No siento dolor. No estoy herido. Pero mi cabeza está vacía. Alguien me ha sorbido el cerebro con una pajita, le digo en un intento por desdramatizar, aunque noto la angustia reptar por la garganta, ahogarme. Héctor me pregunta por la documentación. No tengo nada: ni dinero, ni carnés, ni llaves, solo un billete de tren. Un billete del Rápido a Valladolid para las siete. Una pequeña luz parpadea en el interior de mi cabeza como un código morse. Demasiado rápido para descifrarlo.
Vuelve a la cabina dónde el relevo actúa, igual que lo hacía Héctor, con la indiferencia de una máquina. Por eso os sustituirán, pienso, no por la sonrisa. Hablan. Héctor sale con un móvil en la mano “Avisaré al 112”, comenta. No tengo idea de qué es. Miro el billete y me pregunto si el sistema informático de la estación archivará quién lo compró. He debido hablar en voz alta porque Héctor responde, “¡Sí, claro!..., lo malo es lo de la protección de datos. A lo mejor habría que recurrir a la policía para conseguir la información”. Otra vez el morse, esta vez lo descifro: policía no.
El 112 resulta ser un vehículo del que se apean dos mujeres con batas verdes que me sientan en la camilla del interior. Tras multitud de preguntas y algunas pruebas neurológicas, deciden que no se trata de una urgencia. Empiezo a ser consciente de mi situación.
―Oiga quiero ir a la estación. Puede que allí tengan alguna información sobre quién compró este billete.
―No. Es al hospital dónde debe ir.
―¿Por qué? Debo llevar horas en este estado. ¿Qué más da unas pocas más? Necesito ir a la estación antes que al hospital. ¿Es que no han visto ustedes El Gran Dictador, o Recuerda, o las más recientes como Memento o El Caso Bourne? En todas ellas los amnésicos se enfrentan a la pérdida de memoria visitando lugares y personas que han formado parte de su vida. Mi única pista es el billete y el tren que sale esta tarde.
―No tengo el tiempo que tiene usted para ver cine. Por otro lado el protocolo en estos casos es claro: examen neurológico completo ―responde mientras recoge los artilugios médicos la mujer que me ha examinado― Ahora baje y espere a la ambulancia que llegará en unos minutos, ¿de acuerdo?
Ella también baja y se aparta con Héctor unos pasos. Hablan en voz baja. Él levanta la cabeza un par de veces. Me sonríe. No estoy seguro de si está actuando o no. Viene hacia mí.
―Así que es un experto en cine, ¿eh? Yo soy aficionado, y tengo una noticia para usted. En Valladolid se está celebrando un festival de cine. ¡Por eso el billete! —Mis pies se ponen en marcha espoleados por el chasquido de un látigo invisible—. Espere, ¿dónde va sin dinero, ni documentación? —Mi cara debe reflejar cómo me siento. Héctor se apiada— Voy a ayudarle pero quédese aquí. No se mueva. Llamaré a la estación a ver qué me dicen del billete.
Tiende la mano y se lo entrego. Le veo desaparecer por las puertas de acceso a la tienda. No contaba con eso, pensaba que llamaría desde el móvil no que se marcharía con el único objeto que demuestra que tengo un destino.
Tras unos minutos, no sé si cinco o veinte, me acerco a la ventanilla para pedir al del relevo que localice a Héctor. Pone excusas y se repite la escena del principio: Apártese….La fila de coches…Bla,bla,bla.
Oigo la sirena de una ambulancia y me escondo. No saldré de este aparcamiento sin mi billete. Veo a un joven apearse y hablar con el hombre de la cabina. Echan una mirada por el recinto sin demasiado interés. Después cada uno regresa a su lugar, y la ambulancia se marcha.
¿Y si todo esto fuera un sueño? Con billete o sin él, saldré a la calle para comprobarlo.
Justo en este instante una mano se posa en mi hombro. Es Héctor con la expresión de que le han cargado con un saco de responsabilidad de la peor especie —algo como lo que hizo Meryl Streep en La Decisión de Sophie; algo como elegir entre salvar de la muerte a tu madre o a tu hijo—, “Nada, no dicen nada”, tartamudea.
El horario del tren no deja me opción. El hospital tendrá que esperar.
―Dame dinero para llegar a la estación. Juro que te lo devolveré.
Esgrime excusas. De pronto su expresión cambia, “Tengo una idea. Le tomo una foto con el móvil, voy a Valladolid, busco a los organizadores y vuelvo conociendo su identidad. Usted mientras tanto va al hospital”.
Y de nuevo una sonrisa que no comprendo. Demasiado complicado.
El billete está en su mano y tiro para recuperarlo. Él no lo suelta. Maldita sea, grito, es mío. Noto su expectación, los ojos agrandados, la respiración en suspenso. Entonces oigo otra sirena.
Unos brazos fuertes me sujetan y me alejan de él. Siento un pinchazo en el cuello. Grito y forcejeo. Ya no quiero el billete sino dar a Héctor un puñetazo que le desfigure la cara pálida y descompuesta que tiene. ¡Chivato!
Mi cerebro estaba fundido a negro, pero el pinchazo, la voz de Tomás y la tenaza de sus brazos al ponerme la maldita camisa de fuerza, han reiniciado la película. Me empuja al interior del vehículo mientras le oigo explicar a Héctor, “Fue crítico de cine. Cada año por estas fechas dice lo mismo, ¡Me voy a Valladolid! Este año se lo tomó más en serio que de costumbre. Habrá que atarlo corto. Aunque no iría lejos, sin su medicación no es nadie”.
“El billete, Tomás, el billete que me lo devuelva. Es mío”, grito.
Marusela Talbé.
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