Por la comarcal traquetea una camioneta en el atardecer de agosto. El conductor, capataz de la hacienda La Venturosa, lleva a la propiedad a doña Soledad Ana, sobrina del viejo Martín Martín dueño de la finca.
La mujer se ha recolocado el sombrero varias veces queriendo escapar del sol. Suspira con languidez. Saca un pañuelo festoneado de encaje de su bolsa de mano y lo pasa por la nuca y la frente con disimulo. Entrecierra los ojos y se pregunta por qué se le ocurrió venir al fin del mundo. La herencia, sí; la carta del administrador del tío Martín, claro; su sentido de la responsabilidad, sobre todo eso. Atravesar el país. Todo por una granja qué solo Dios sabía de qué le iba a servir, piensa contemplando sus manos de piel fina y los dedos desnudos de alianza.
La carretera terminó hacía un rato. Ahora, el camino polvoriento atraviesa una zona llana y desértica cuyo fin es el horizonte. Algo oscuro, de forma irregular llama su atención. Lo señala al capataz. El hombre carraspea.
─Serán hijos de la mujer que vive en el chamizo. Tiene cinco o seis. Los deja ahí de vez en cuando. Espera que alguien los recoja.
La respuesta de Soledad Ana queda suspendida al borde de los labios marchitos. En ese momento pasan por delante del bulto: dos niños de pelo revuelto sentados sobre una manta deshilachada. Mira con desconcierto al hombre que conduce.
─ Señora, antes que verlos morir de hambre prefiere que se los lleven. Dice que se le ocurrió al ver que una carreta recogió a un perro que se había tendido en el erial.
─Regrese.
─Mejor seguimos. Esto le viene grande, dicho sea con todo respeto. Además, no queda mucha luz y la necesitamos para llegar a la hacienda. Las últimas lluvias destrozaron el camino…
─Quiero hablar con ella.
El capataz resopla, pero da la vuelta. Se detiene ante los niños que los observan con ojos imperturbables.
Al empujar la puerta de la choza se oye rechinar las bisagras oxidadas como el graznido de un pájaro cortando el aire. En el centro de la pieza una mujer mugrienta apila hojas y ramas; se incorpora y encuentra la mirada de la forastera.
─Tengo seis hijos, no puedo alimentarlos. Llévese alguno ─dice a bocajarro─. La Beneficencia me acogió dos, pero no más.
Soledad Ana se espanta: un catre, dos orzas, un cubo y un balde de hojalata, y una estera en el suelo arenoso donde se apretujan unas criaturas. “Alguien tiene que ayudarla”, dice hablando para sí. La mujer clavándole la mirada, ruega “Llévese a estos dos. Ayúdeme usted ya que está aquí”.
El capataz cruza los brazos sobre el pecho y observa a la señora. Se lo advertí ―parece decirle―. Sí, prométale que hará gestiones, que volverá en una semana. Mejor eso. Aunque usted no logrará nada porque ella lo intentó todo. Y es más mujer que usted, señora, dicho sea con todo respeto.
En los siguientes días, Soledad Ana visita al administrador de la propiedad y cuenta la historia. “Qué barbaridad, siento que haya tenido que ver eso nada más llegar a nuestro pueblo. Muy triste. Pero es el Estado el que debe ocuparse. Nadie puede apropiarse de unos niños así como así, como si fueran…pajarillos caídos del nido. ¿A usted no se le habrá pasado por la cabeza, verdad? No, claro que no. Son seres humanos, los dos lo sabemos”.
Tras solicitar audiencia logra que un funcionario del Estado la reciba. “Conocemos el caso, por supuesto. Esa mujer siempre ha vivido así. Allí la parió su madre y allí se quedó. Lástima por los chiquillos, pero saldrán adelante como lo hizo ella”, sentencia el hombre.
Esa tarde, Soledad Ana pasea por la hacienda, cabizbaja a veces, mirando al horizonte otras. Este lugar extraño, perdido en mitad de la nada. Para qué lo quiero. Tal vez crear un lugar de retiro espiritual. Tal vez organizar una casa de acogida, una escuela. Si don Cástulo quisiera venir aquí sería diferente. Bendito sea el padrecito, mi guía, mi amor Dios me perdone. Pero no dejará la feligresía, lo sé. Yo tendría que renunciar al bien que hacemos, a las visitas a los enfermos, a las catequesis, a nuestras lecturas del Martirologio. No, a la noche diré al administrador que no viviré en La Venturosa.
“En ese caso no heredará la propiedad porque esa es la condición impuesta por su tío, en paz descanse. Pasará al Estado”. “Haga lo que tenga que hacer, pero mañana regreso.” A qué esperar más, cada día aquí es día perdido.
De nuevo en la camioneta intenta concentrarse en que dirá a la mujer que la espera, pero le resulta difícil: cuanto más se acorta la distancia más la posee un comezón como el que siente cuando la linchan los mosquitos. El capataz la mira de reojo con media sonrisa. Sí, él sabía. De alguna manera supo que si hubiese sido ella la conductora habría pasado de largo. Soledad Ana desciende con ímpetu del vehículo y cierra la portezuela con un golpe que lo hace tambalear.
La puerta de la choza cede como la otra vez. Un cuchillo de luz ilumina la pared de barro y cañas y ve a la mujer tendida en el catre y a los niños sentados alrededor. Se levantan los dos más grandes, la agarran cada uno de una mano y tiran de ella. Creía que la madre dormía hasta que se fija en la tierra empapada por algo oscuro y amorfo bajo el camastro. Indica al capataz que abra la puerta por completo: la palidez del rostro, los labios blanquecinos, la postración, la hendidura bordeada de rojo oscuro medio oculta entre los pliegues del refajo.
El capataz se acerca liando un cigarro, carraspea, “Siempre fue luchadora. Ya lo consiguió. El Estado se ocupará”.
Marusela Talbé
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por leer y comentar. Saludos.