Odiosa tarea la de la compra semanal. Me recompenso con una cena
con amigos; del grupo forma parte Mario que me encanta y esta noche acudirá, así
que, aunque muy justa de tiempo, reservo hora en la peluquería para presentarme
lo más atractiva posible.
Pescadería, carnicería, frutas y verduras, una cola tras
otra. Transito veloz por los pasillos recogiendo productos, esquivando carros. Paciencia
en los quesos. Queda tiempo. Camino de la caja pienso si dejar el coche en el
aparcamiento del súper e ir andando a la peluquería, o llevármelo y buscar sitio
en la calle. No consigo decidirme.
Con un vistazo repaso las colas de caja, localizo una con un
único comprador. Y tiene pocos productos en la cinta. ¡Bingo! Comienzo a sacar
mi compra. Quizá sea mejor llevarme el coche.
—No corras tanto que faltan cosas —dice el hombre.
—¿Cómo?
—Que faltan cosas —responde con fastidio.
La cajera, de veintipocos, sonríe tímida, nos mira
sucesivamente y espera con las manos en el regazo. Oigo el chirrido de ruedas
metálicas. Una mujer flaca, desaliñada y pelo decolorado con agua oxigenada empuja
un carro medio lleno.
—¡Venga ya, coño! —le grita el hombre.
Ella esboza una frágil sonrisa.
—Perdone, ¿puedo…?
—Oiga, tengo prisa, no pueden guardar sitio y aparecer
después con este montón de cosas.
Hace ademán de explicarse. Apenas abre los labios y la voz
del déspota irrumpe de nuevo.
—Tú no tienes que darle explicaciones. Se lo he dicho, ahora
que se joda. Quite el carro de en medio —me ordena.
La mujer decolorada se ha refugiado en la que va detrás.
Cuchichean. Tensa como la cuerda de un arco decido no renunciar a mis planes.
—Llame al encargado —pido a la cajera—De aquí no me muevo. Su
compra ha pasado, me toca a mí.
—¡Vas a quitar el carro ahora mismo o lo quito yo y te lo
tiro a la cabeza! ¡Y el de la vecina también va a pasar! —añade señalando a la segunda
mujer que levanta la cabeza, mostrando los ojos, redondeados por el sobresalto,
espejos del pensamiento en qué hora se me ha ocurrido venir.
Parece que soy la única de las cuatro dispuesta a hacer
frente a la bestia.
—¡Sí, hombre, y qué más! —protesto.
Las dimensiones del individuo son impresionantes. Me viene a
la mente la imagen de un chico del colegio al que temía, incluso, sin haber
cruzado palabra con él. El miedo, la rabia, la sumisión ante la superioridad
física, regresan. Ya no estás en el colegio, a la mierda la peluquería, tía.
—Creo que debería hacer algo ya —digo a la cajera—, llame al
encargado, a la policía local, a quién haga falta. De aquí no me muevo —intento
imprimir seguridad a mis palabras, dentro de la garganta tiemblan.
Me giro hacia las mujeres. Ambas, mudas de repente, me
observan. La bestia ruge. Continuo vaciando el carro sobre la cinta de caja.
Entonces, leve y tímida, se posa en la manga de mi chaqueta la mano de la mujer
decolorada. Levanto la vista, hallo sus ojos húmedos y suplicantes.
—Por favor —dice muy bajito.
La vecina que la acompaña asegura que no tiene prisa, ella esperará.
—¡Coño! ¡Qué no le supliques a la hija de puta! Y tú —señala
de nuevo a la vecina con índice acusador—, tú pasas también, ¡por mis cojones!
La vecina traga saliva y asiente. Miro alrededor. La gente arremolinada
espera el desenlace. Levanto la vista al entresuelo, a las oficinas acristaladas,
nadie. La cajera, bajo el mostrador, apila bolsas. La única mirada que sostiene
la mía es la de la mujer. Un ligero temblor, como de puchero infantil, le asoma
a la boca. Escucho una conexión ancestral tan inexplicable como cierta, «Yo
voy a volver a casa con él, tú no». Retiro mi compra, aparto el carro. Ella pasa, la
vecina pasa. Adivino la mirada de la bestia regocijarse con la visión. No
quiero levantar los ojos de la cinta, enfrentármelo, solo quiero pensar que he
hecho lo correcto.
He perdido todo interés por la hora y, sin embargo, quiero
marcharme aún con mayor premura. Camino con la cabeza levantada, mirando al
frente me repito has hecho lo correcto. Antes de alcanzar el coche, de la
penumbra, surge un hombre que se acerca a buen paso. Siento acelerarse el
corazón. No es él, no tiene su corpulencia. Prendida en la camisa lleva una
identificación: “Encargado”.
—Señora, disculpe lo ocurrido. Salí al almacén, al volver he
visto la película de seguridad si quiere denunciar está a su disposición.
Los ojos azules del encargado expresan interés, diría que anhela
la denuncia. Maltratada, humillada. Las palabras llegan de la mano de la mujer decolorada
de mirada húmeda y suplicante, nos vinculan. Dos desconocidas unidas durante
unos pocos minutos, o bien durante los días, semanas o meses de un proceso
judicial.
—No, no denunciaré. Ya ha pasado. Da igual.
Esas palabras escogidas al azar, sin embargo, me iluminan. Retomaré
mis planes. Llego a la cena con poco retraso. Mis amigos están en la terraza, a
algunos les ciegan los últimos rayos de sol obligándoles a entrecerrar los
ojos, a interponer la mano delante de la vista a modo de visera. Mario me ha reservado
asiento a su lado al abrigo de la insidiosa luz.
—Algunos no querían que te guardara el sitio, ¿sabes? Que
cuando llegaras ya se habría ido el sol, decían. He tenido que amenazarles —afirma
empuñando el tenedor.
Ríe. Todos ríen. Esa silla debería halagarme en lugar de
incomodarme, pero lo cierto es que, la única a resguardo de la luz cegadora, me
esperaba. Intento recordar en qué momento me sentí atraída por Mario y por qué,
aparto la silla hacia la zona soleada para reconstruirlo. Me mira sorprendido.
Voy a pronunciar una excusa, pero decido que no. Tampoco voy a contar lo del
supermercado. Si lo hecho fue lo correcto puede que no me lo haya repetido lo
bastante.
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