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martes, 26 de enero de 2016

Zona cero

«Mujer, una escritora se debe al aprendizaje, a la curiosidad. Total, qué vas a perder. Envía la dichosa inscripción, va», me he dicho alentada por la perspectiva de rellenar una tarde en la que, por no haber, no hay ni ganas de escribir.
El Museo de Arte Contemporáneo Ciudad de Mérida es un edifico cilíndrico de ladrillo naranja brillante combinado con cemento. Una de esas estructuras que al primer golpe de vista no sabes si te gustan o desagradan; y a fuerza de tropezar con ellas acabas por aceptarlas y, en algún momento de entusiasmo, dices que te convencen. Es de noche cuando llego. Hoy, se asemeja a una tubería descomunal que ha engullido hasta la última estrella mientras exhala suspiros gélidos.
En el mostrador del vestíbulo, una pila de cuadernillos con tapas grisáceas espera a los asistentes. Son una muestra de la obra del poeta Iñaki Irós, fotografiado en la portada en blanco y negro. Indecisa, me dirijo hacia un vano tenuemente iluminado. No oigo murmullos. Me sobresalta la idea de que sean los aseos, los de caballero. Como un perdiguero olisqueo antes de decidirme a traspasar el umbral. Es lo que tienen los edificios pijos, empiezan por borrar cualquier huella de vulgaridad y acaban por no mostrar a las claras dónde tienes que mear. Me tranquilizo al ver a la madre del librero al que suelo acudir. Está en el pasillo de la sala con más cuadernillos tristes. Nos sonreímos, con cierta hipocresía por mi parte, la verdad. Me vendió un bodrio la última vez que nos vimos, ella lo habrá olvidado; yo, lo tengo presente. Aunque la culpa no fue del todo suya, le pregunté por el libro que sostenía y contestó: «Se está vendiendo bien». Esto habría resultado sospechoso para cualquiera, pero yo obvié la respuesta: cuando se trata de comprar libros no atiendo a razones, me convierto en un King Kong que anhela el frágil cuerpo de hojas encuadernadas hechizado ante una portada, un título o el autor. En esa ocasión fue el título, “El amor y otros estúpidos sentimientos”.
La sala es reducida y el número de aficionados a la poesía, exiguo. Me siento en una butaca cerca de la puerta por si tengo que huir ante una avalancha de sentimentalismo.
Hojeo los poemas. Caray, estos versos son peligrosos; excavan en mi particular Zona cero, la que oculto bajo toneladas de vivencias-basura acumuladas a lo largo de los años.
Los poemas me gustan; y aún más al escucharlos en la voz sin aristas del autor.
Nacido en San Sebastián en el cincuenta y nueve y huérfano de padre siendo niño, confiesa, con voz herida por la emoción: «He comprendido que su falta fue el detonante para empezar a leer y escribir en el sentido más literario de la palabra». Siempre la infancia, el duende escondido que salta a tu paso cuando menos lo esperas. 
Sus poemas son humildes y sinceros, sin artificios, con la pureza única de la honradez de sentimientos. Unos de amor, tristes o alegres; otros, revelan, con un tanto de comprensión y otro tanto de hartazgo, su visión de la vida. La mujer es el astro; la lluvia, los árboles y el Cantábrico, sus planetas.
Yo viví en San Sebastián dos años. Sonrío al pensar que tal vez nos cruzásemos en alguna calle y ahora nos reencontramos aquí. Aunque sería difícil que nos hubiésemos conocido. Entonces andaba por los doce y a esa edad nada de cine, ni de salidas en pandilla. Sin embargo, ahora que lo pienso, mi amiga Lourdes tenía un primo. El chaval se reunía con nosotras en un parque, allí jugábamos y nos cobijábamos de la lluvia bajo un sauce. ¿Cómo se llamaba aquel chico?, ¿Iñaki? No, me ha venido a la cabeza porque tengo al poeta delante, pero no. Ya empiezo con las fantasías. No hay forma de sujetar mi imaginación.
El árbol se convertía en paraguas hasta el momento en que caía sobre alguno de nosotros la primera gota. Adivinar el instante en que caería la siguiente, gritar «¡Ahora!» y esperar otra, y otra más, hasta que las hojas del sauce lloraban tanto que llovía menos fuera que dentro, era nuestra mayor diversión. Sí, lo recuerdo con nitidez, hasta el olor húmedo de la ropa y los pasos apresurados de los transeúntes recuerdo.
El chico llegaba algunas tardes vestido con pantalón negro y camisa blanca, tan formal para su edad, que un día le pregunté a Lourdes sobre ello. «Trabaja de camarero porque mi tío se ha muerto de repente y les hace falta dinero en casa, pero tú no le hables de eso que se pone muy triste», me advirtió.
El poeta ha terminado la lectura, con mis ensoñaciones me he perdido los últimos versos. No importa, ya tenía decidido comprar el libro.
Los asistentes formulan preguntas insulsas: «¿Cómo se hace poesía?» «¿Usted en qué se inspira?» «¿Hasta qué punto lo que escribes es tu propio reflejo?». Le obligan a repetir la respuesta, casi idéntica. «Las emociones se revelan de una sola forma, desnudándose», resume. No hay otro broche para la velada, antes de escuchar la siguiente cuestión me levanto y me voy. Me gustaría que él hiciera lo mismo. «Lo siento, señores, no se me puede escapar esa mujer que acaba de salir», podría decir. Oiría pasos rápidos detrás de mí.
—Espere un momento, perdone, la he visto en la sala y no sé por qué me resulta familiar. ¿Nos conocemos?
—Viví en San Sebastián a mediados de los setenta. Jugaba con mi amiga Lourdes y su primo en un parque con un sauce —contestaría yo.
—Cuénteme más —diría él.
—Una tarde, Lourdes no vino a jugar, pero su primo, sí. Al llegar la hora de volver a casa, él me acompañó. Llovía. En el portal se acercó mucho, no supe por qué hasta que noté sus labios y su lengua, sobre mis dientes. Le empujé y corrí al ascensor. Antes de entrar me giré, vi sus palmas pegadas al cristal del portón y en su cara, una súplica, «No te vayas». Pero abrí la puerta y apreté el botón del piso doce, a pesar de vivir en el diez. Poco tiempo después, me mudé con mi familia a otra ciudad. Comprendí que aquel había sido mi primer amor, ese que añoramos…
Yo habría bajado la cabeza y al levantarla vería sus ojos acuosos y brillantes, y tristes y alegres al tiempo. Él carraspearía incómodo antes de despedirse.
En casa nadie me espera. Arranco el ordenador abandonado para acudir a la velada poética. Tengo una novela por escribir, un gran proyecto que llenará mi vida durante unos meses junto con la música y el trabajo que cancela las facturas.
En pijama y zapatillas abro una botella de Madre del Agua y me sirvo una copa antes de retomar mi historia, la de ficción.
Escribo para no enfrentarme a un pensamiento que se mece en mi cabeza. Sé que es inútil, sucumbiré a la curiosidad.
Tres copas de vino más tarde, tecleo en la barra del navegador “Iñaki Irós”. Su biografía aparece en Wikipedia: “Con catorce años trabaja en un bar para compensar la falta de recursos económicos tras fallecer su padre. […] Los poemas iniciales, dedicados a un primer amor, datan de 1975. Diez años más tarde destruye esta producción a modo de catarsis, de un antes y un después en su trayectoria como escritor y como persona…”
Copa en mano, me recuesto en el sofá. En cuanto me separo de la pantalla del ordenador, surgen las lágrimas. «¿A quién se le ocurre acudir a una velada de poesía y beberse media botella de vino a continuación, imbécil?».
Se rinden los párpados bajo el acoso del alcohol, mejor.
¿Es el timbre? No espero a nadie, ¿o sí? No puede ser él. Aunque, bien pensado, en la inscripción que envié constaba mi dirección. Sería posible dar conmigo. Los organizadores conocerían a los asistentes, a los asiduos, y no a mí. A mí me conocía la madre del librero, eso, la madre del librero.
Me levanto con un respingo, me suelto la coleta y ahueco la melena. Mi aspecto con este pijama viejo y las zapatillas grandes como raquetas de tenis —qué ha pasado con la numeración, porqué ahora las tallas son M o L—, es patético. Pero no voy a hacerle esperar ni un segundo más.
—Perdona que te moleste, pero se han presentado unos colegas de improviso y no tengo birra, ¿puedes prestarme algún botellín, vecina?
—No bebo cerveza —contesto cerrando la puerta antes de terminar la frase.
Ahora contará a sus amigos lo siesa que soy y que, en realidad, no esperaba otra cosa de mí. Niñata.


Marusela Talbé

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