Había un gato negro y una burra tuerta. Había un puchero de barro que olía a hueso tostado y ajo. Había un ventanuco desencajado que cerraba el paso, apenas, al aire que bajaba de la montaña nevada. Había un jergón junto a la pared de chapa cimbreante, una mesa, una silla torcida. Había una mujer morena de ojos rasgados y un recién nacido guarecidos bajo un poncho de pelo de llama. Había una mirada, la suya, puesta en una estrella blanca.
Y había silencio. Un silencio infinito.
Dedicado a todos los Portales que no son de Belén.
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